La deidad de Jesus I Cristologia con Feliberto Vasquez Rodriguez
LA DEIDAD DE JESUS
Significado de la deidad de Jesús
Durante los primeros
siglos de la iglesia había grupos que negaban la humanidad verdadera de Cristo.
Pero el énfasis hoy es el opuesto. En los pasados doscientos años la teología
liberal ha expresado vigorosamente la negación de la divinidad de Cristo. Aun
así, C. S. Lewis estaba en lo cierto cuando dijo que las únicas opciones
disponibles relativas a la persona de Cristo eran: Él es un mentiroso, un
lunático o el Señor. Considerando las enormes afirmaciones hechas por Cristo,
sería sencillamente imposible designarlo como un “buen maestro”. Él
afirmó ser mucho más que un maestro.
Afirmar que Cristo es
Dios no consiste tan sólo en sugerir “semejanza a Dios”. Cristo es
absolutamente igual al Padre en su Persona y sus obras. Cristo es deidad no
disminuida. Cuando B. B. Warfield comenta la frase “[Cristo], siendo en
forma de Dios” de Filipenses 2:6, dice: “Se declara de la forma más
expresa posible que Él es todo lo que Dios es; posee toda la plenitud de
atributos que hacen a Dios divino”.[1]
Importancia de la deidad de Jesús
Atacar la deidad de
Cristo es atacar los cimientos del cristianismo. El reconocimiento de la muerte
sustitutiva de Cristo para proveer salvación a la humanidad perdida está en el
centro de la creencia ortodoxa. Si Jesús fuera tan sólo un hombre, no podría
haber muerto para salvar al mundo; es por causa de su divinidad que su muerte
tiene valor infinito para todo el mundo.
Enseñanza de la deidad de Jesús
Las Escrituras están
repletas de afirmaciones personales de Cristo y testimonios de otros
concernientes a su deidad. Particularmente, el Evangelio de Juan es rico en su
énfasis de la deidad de Cristo.
Sus nombres
(1)
Dios. En Hebreos 1:8ss el escritor declara
la superioridad de Cristo con respecto a los ángeles y adscribe a Cristo el
Salmo 45:6-7. Declara antes de citar este salmo: “mas del Hijo dice”;
luego sí cita el salmo que reza: “Tu trono, oh Dios, es eterno y para
siempre” y “por tanto Dios” (BLA). Las dos designaciones “Dios”
hacen referencia al Hijo (He. 1:8). Tomás, tras ver a Cristo resucitado con las
heridas abiertas, confesó: “¡Señor mío, y Dios mío!” (Jn. 20:28; algunos
de los que rechazan la divinidad de Cristo sugieren sorprendentemente que la
declaración de Tomás fue un arrebato blasfemo). Tito 2:13 se refiere a Jesús
como “nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo”.[2]
La regla de gramática griega Granville Sharpe declara que cuando dos nombres
están unidos por kai (y) y el primer nombre tiene artículo pero el segundo no,
los dos nombres se refieren a la misma cosa. Por lo tanto, “gran Dios” y
“Salvador” se refieren a “Jesucristo”. Juan 1:18 declara que “el
unigénito Hijo” —una referencia a Cristo— ha explicado al Padre.[3]
(2)
Señor. Cuando Cristo debatía con los
fariseos, demostró que el Mesías era más que simplemente un descendiente de
David. Les recordó que el mimo David llamó al Mesías “mi Señor” (Mt. 22:44). En
Romanos 10:9-13 Pablo se refiere a Jesús como Señor. En el versículo 9 enfatiza
que reconocerlo como Señor (deidad) resulta en salvación. En el versículo 13
Pablo cita Joel 2:32, donde se hace referencia al Señor; pero Pablo la aplica a
Jesús y así afirma la igualdad de Cristo con Yahvéh en el Antiguo Testamento.
En Hebreos 1:10 el escritor aplica a Cristo el Salmo 102:25 y lo llama “Señor”.
(3)
Hijo de Dios. Jesús afirmó ser el Hijo de
Dios en varias ocasiones (cp. Jn. 5:25). Frecuentemente se entiende mal este
nombre de Cristo; algunos sugieren que “Hijo” denota inferioridad respecto al
Padre. No obstante, los judíos entendieron la afirmación que Jesús estaba
haciendo; cuando dijo que Él era el Hijo de Dios, los judíos dijeron que estaba
“haciéndose igual a Dios” (Jn. 5:18).
Sus atributos
(1)
Eternidad. Juan 1:1 afirma la eternidad de
Cristo. El verbo “era” (gr. imperfecto hen) sugiere su existencia
continua en tiempo pasado. En Hebreos 1:11-12 el escritor aplica el Salmo
102:25-27, con lo cual expresa la eternidad de Dios en Cristo.
(2)
Omnipresencia. En Mateo 28:20 Cristo les
prometió a los discípulos que siempre estaría con ellos. Reconociendo que
Cristo tiene naturaleza divina y humana, debe declararse que en su humanidad
está ubicado en el cielo pero en su deidad es omnipresente.[4]
Cristo habita en cada creyente, y ello demanda omnipresencia (cp. Jn. 14:23;
Ef. 3:17; Co. 1:27; Ap. 3:20).
(3)
Omnisciencia. Jesús sabía qué había en los
corazones de los hombres y por ello no se confiaba a ellos (Jn. 2:25). Le dijo
a la mujer samaritana su historia incluso sin haberla conocido antes (Jn.
4:18). Sus discípulos reconocieron su omnisciencia (Jn. 16:30). Sus múltiples
predicciones de su muerte demuestran su omnisciencia (cp. Mt. 16:21; 17:22;
20:18-19; 26:1-2).
(4)
Omnipotencia. Jesús tenía toda autoridad
en el cielo y en la tierra (Mt. 28:18). Tenía el poder para perdonar pecados,
algo que sólo Dios puede hacer (cp. Mr. 2:5, 7, 10; Is. 43:25; 55:7).
(5)
Inmutabilidad. Cristo no cambia; Él
siempre es el mismo (He. 13:8). Éste es un atributo de la deidad (Mal. 3:6;
Stg. 1:17).
(6)
Vida. Toda la Creación —humana, animal y
vegetal— está viva porque se les ha infundido vida. Cristo es diferente. Tiene
vida en sí mismo; no es vida derivada, sino que Él es la vida (Jn. 1:4; 14:6;
cp. Sal. 36:9; Jer. 2:13).
Sus obras
(1) Creador.
Juan declara que nada existe sin que Cristo lo haya creado (Jn. 1:3).
Colosenses 1:16 enseña que Cristo no creo sólo la tierra, sino también los
cielos y el reino angélico.
(2) Sustentador.
Colosenses 1:17 enseña que Cristo es la fuerza cohesiva del universo. Hebreos
1:3 sugiere que Cristo es “quien sustenta todas las cosas”.[5]
Ésta es la fuerza del participio griego pheron.
(3) Perdonador
de pecados. Solamente Dios puede perdonar los pecados: el hecho de que Jesús lo
hiciera demuestra su deidad (cp. Mr. 2:1-12; Is. 43:25).
(4) Hacedor
de milagros. Los milagros de Cristo fueron prueba de su divinidad. Es valioso
estudiar los milagros de Cristo y notar la afirmación de divinidad que supone
cada uno de ellos. Por ejemplo, cuando Jesús le da la vista al ciego, el pueblo
podría haber recordado el Salmo 146:8: “abre los ojos a los ciegos”.
Su adoración
En las Escrituras es una verdad fundamental que sólo Dios debe ser adorado (Dt. 6:13; 10:20; Mt. 4:10; Hch. 10:25-26). El hecho de que Jesús reciba adoración de las personas es una fuerte prueba de su divinidad. En Juan 5:23 Jesús dijo que se le debía rendir honor y reverencia tal como la gente honra al Padre. Si Jesús no fuera Dios, tal declaración sería completamente blasfema. La bendición de 2 Corintios 13:14 para el creyente es del Dios trino. La forma de la bendición sugiere la igualdad de las tres Personas. En la entrada triunfal Jesús se aplicó los cánticos de los jóvenes para citar así el Salmo 8:2: “De la boca de los niños y de los que maman, perfeccionaste la alabanza” (Mt. 21:16). El Salmo 8 se dirige a Yahvéh y describe la adoración que se le rinde; Jesús aplica a sí mismo esa misma adoración. Cuando el ciego a quien Jesús sanó se encontró con Él y descubrió quién era, lo adoró (Jn. 9:38). Como Jesús no rechazó la adoración, se muestra que Él es Dios. En 2 Timoteo 4:18 Pablo se refiere a Jesús como Señor y le atribuye gloria. La gloria se refiere a la shekina de Dios y pertenece sólo a la divinidad. En Filipenses 2:10 Pablo ve el día futuro en que toda la tierra y el cielo adorarán a Cristo.
[1] B. B. Warfield, The Person and
Work of Christ [La Persona y obra de Jesucristo] (Filadelfia: Presbyterian and
Reformed, 1950), p. 39. Publicado en español por Clie.
[2] Como punto de la gramática griega
puede afirmarse que los dos términos, Dios y Salvador, se refieren a Cristo.
[3] Hay un problema contextual en esta
frase: en algunos manuscritos se lee “Hijo unigénito” y en otros “Dios
unigénito”. La segunda tiene un fuerte respaldo de los manuscritos y tiene
calificación “B” en el texto de la United Bible Society, lo cual sugiere sólo
“cierto grado de duda”.
[4] Walvoord, Jesus Christ Our Lord
[Jesucristo nuestro Señor], p. 116.
[5] Fritz Rienecker, A Linguistic Key
to the Greek New Testament, Cleon Rogers Jr., ed. (Grand Rapids: Zondervan,
1980), p. 664.
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