Los 400 años de silencio: La dispersión judía en el oeste




 Capítulo 2 

La dispersión judía en el Oeste 

Cuando, dejando la «dispersión» judía del Oriente, nos dirigimos a la «dispersión» judía en el Occidente, nos parece registrar una atmósfera muy diferente. A pesar de su nacionalismo intenso, de modo inconsciente para ellos, sus características y tendencias mentales se hallaban en dirección opuesta a las de sus hermanos. En las manos de los del Oriente quedaba el futuro del judaísmo; en las de los judíos del Occidente, en cierto sentido, el del mundo. Los unos representaban al viejo Israel, andando a tientas en las tinieblas del pasado; los otros el Israel joven, que estrechaba las manos hacia la aurora del nuevo día que estaba a punto de alborear. Estos judíos del Occidente eran conocidos con el término helenista de ἑ por su conformidad con la lengua y las costumbres de los griegos  (En realidad, la palabra Alnisti (o Alunistin) –griego– realmente aparece, como en Jer. Sot. 21 b, línea 14 desde el final. Böhl (Forsch. n. ein. Volksb. p. 7) cita a Filón (Leg. Ad Cajum, p. 1.023), prueba de que consideraba la dispersión oriental como una rama separada de los palestinos. Pero el pasaje no me produce la inferencia que él saca del mismo. El doctor Guillemard («Hebraísmos en el Test. griego»), en Hechos 6:1, de acuerdo con el doctor Roberts, insiste en que el término «helenistas» indicaba sólo principios, y no lugar de nacimiento, y que había hebreos y helenistas dentro y fuera de Palestina. Pero este modo de ver es insostenible).

Los helenistas Por más que se aislaran religiosa y socialmente, dada la naturaleza de las cosas, era imposible que las comunidades judías en el Occidente quedaran sin ser afectadas por la cultura y el pensamiento griego; tal como, por otra parte, el mundo griego, a pesar del odio y desprecio popular entre las clases elevadas para los judíos, no podía librarse del todo de su influencia. Testigos de ello son los muchos convertidos al judaísmo entre los gentiles; (Se presentará un informe de esta propaganda del judaísmo y de sus resultados en otro punto) también la evidente preparación de los países de esta «diáspora» para la nueva doctrina que había de aparecer en Judea. Había muchas causas que hacían a los judíos del Occidente accesibles a las influencias griegas. No tenían una larga historia local sobre la que apoyarse, ni formaban un cuerpo compacto, como era el caso de sus hermanos en el Oriente. Eran artesanos, negociantes, mercaderes, establecidos durante un tiempo en un lugar y después en otro: unidades que podían combinarse en comunidades, pero que no formaban un pueblo. Además, su oposición no era favorable para ser arrastrados por el tradicionalismo. Sus ocupaciones –y éstas eran la mera razón de su residencia en una «tierra extraña»– eran puramente seculares. La elevada absorción del pensamiento y la vida en el estudio de la Ley, escrita y oral, que caracterizaba al Oriente, era para ellos algo distante, sagrado, como el suelo e instituciones de Palestina, pero inalcanzable. En Palestina o en Babilonia había innumerables influencias de los tiempos anteriores; todo lo que oían y veían, la misma fuerza de las circunstancias, tendía a hacer de un judío sincero un discípulo de los rabinos; en el Occidente le llevaría a «helenizarse». Era algo que estaba en «el aire», por así decirlo; y el judío no podía cerrar su mente contra el pensamiento griego, como no podía retirar su cuerpo de influencias atmosféricas. Este intelecto griego, inquieto, sutil, investigador, penetraba por todas partes, y del rayo de su luz no se escapaban ni los más escondidos rincones de su hogar o de la Sinagoga. 

Es indudable que estas comunidades de forasteros eran intensamente judías. Como nuestros propios colonos en tierras distantes, se aferrarían con redoblado afecto a las costumbres de su país, y revestirían con el aura de sus recuerdos las tradiciones sagradas de su fe. El judío griego podía mirar con desprecio, no exento de piedad, los ritos idólatras que se practicaban alrededor, de los cuales muchos años antes, con implacable ironía, Isaías había desgarrado el velo de su hermosura, para mostrar el oprobio y fealdad que había debajo. Lo disoluto de la vida privada y pública, la frivolidad y falta de sentido en sus pesquisas, aspiraciones políticas, asambleas populares, diversiones, en resumen, el decaimiento terrible de la sociedad en todas sus fases estaría bien claro a su vista. La literatura judía helenística, sea en los Apócrifos o en sus proclamaciones apocalípticas, se refiere al paganismo en términos de desprecio altivo, no sin mezcla de indignación, que sólo de vez en cuando cede a una actitud más blanda de advertencia o aun de invitación. 

Apartando su vista de este espectáculo, el judío griego la dirigiría con infinita satisfacción –por no decir orgullo– a su propia comunidad, para pensar en su iluminación espiritual y pasar revista a sus privilegios exclusivos (Pablo describe estos sentimientos en la Epístola a los Romanos). No sería con pasos inciertos que pasaría junto a los templos espléndidos al dirigirse a su propia Sinagoga más humilde, complacido de hallarse rodeado en ella de otros que compartían su linaje, su fe, sus esperanzas; y satisfecho al ver aumentado su número por muchos que, aunque nacidos en el paganismo, habían visto el error de sus caminos, y ahora, por así decirlo, se hallaban humildes y suplicantes, como «extranjeros a las puertas», para ser admitidos a su santuario (Los Gerey haShaar, prosélitos de la puerta, una designación que algunos han hecho derivar de la circunstancia de que los gentiles no tenían permiso para ir más allá del patio del Templo; pero con mayor probabilidad puede adscribirse a pasajes como Éxodo 20:10; Deuteronomio 14:21; 24:14.). Qué diferentes eran los ritos que él practicaba, santificados por su origen divino, racionales en sí, y al mismo tiempo profundamente significativos, en comparación con las absurdas supersticiones de los que le rodeaban. ¿Quién podía comparar el culto pagano (si podía llamarse así), sin voz, sin sentido y blasfemo, con el de la Sinagoga, con sus himnos conmovedores, su liturgia sublime, sus Escrituras divinas, y los «sermones presentados» que «instruían en la virtud y la piedad», de los cuales no sólo hablan Filón (De Vita Mosis, p. 685; Leg. Ad Cajum, p. 1.014), Agripa (Leg. Ad Cajum, p. 1.035) y Josefo (Ag. Apion ii.17) como una institución regular, sino que de su antigüedad y carácter común, de modo general, dan testimonio los escritos judíos, (Comp. aquí el Targ. Jon. sobre Jueces 5:2, 9. Tengo más dudas para apelar a pasajes como Ber. 19 a, en que leemos de un rabino de Roma, Thodos (¿Theudos?), que floreció varias generaciones antes de Hillel, por las razones que el pasaje en sí sugiere al que lo lee. En tiempos de Filón, sin embargo, estas pláticas instructivas en las sinagogas de Roma eran una institución establecida desde antiguo (Ad Cajum, p. 1.014) y en ningún punto de modo más claro que en el libro de los Hechos de los Apóstoles? 

Y en estas Sinagogas se manifestaba el «amor fraternal», puesto que si un miembro sufría, todos quedaban afectados pronto, y el peligro que afectaba a una comunidad, a menos que pudiera ser evitado, pronto abrumaba a todas ellas. Había poca necesidad para la admonición de «no olvidar la hospitalidad» (φιλοξενία, He. 13:2). La hospitalidad no era meramente una virtud; en la dispersión helenista era una necesidad religiosa. Y con esto se indica a no pocos que ellos podían considerar como «mensajeros celestiales» que serían bien recibidos. Por los Hechos de los Apóstoles sabemos con qué celo eran recibidos, y con qué buena voluntad eran invitados, el rabino o maestro que pasaba, que venía del hogar de su fe, para que les hablara según vemos en Hechos 13:15: (λόγος παράκλήσεως πρὸς τὸν λαόν): «Varones hermanos, si tenéis alguna palabra de exhortación para el pueblo, hablad». No podemos tener dudas, al considerar el estado de cosas, que esto se refería a «la consolación de Israel». Pero, ciertamente, todo lo que procedía de Jerusalén, todo lo que les ayudaba a comprender su conexión viva con ella, o les ataba a ella de modo más estrecho, era precioso. «Cartas de Judea», las noticias que alguien podía traer a su regreso de algún peregrinaje para asistir a una fiesta o un viaje de negocios, especialmente algo relacionado con la gran expectativa –la estrella que había de levantarse en el cielo de Oriente–, pronto se esparcían, hasta que el viajero judío había llevado las noticias al hogar judío más aislado y distante, donde hallaba una bienvenida y descanso dignos del sábado. 

Y éste era, sin duda, el caso. Y, no obstante, cuando el judío salía fuera del reducido círculo que había trazado en torno suyo, se veía confrontado por todos lados por lo griego o helénico. Esto ocurría en el foro, en el mercado, en la casa de tributos, en la calle; y en todo lo que veía, y en todos aquellos con quien hablaba. Era algo refinado, elegante, profundo y atractivo de modo supremo. Podía resistirse a ello, pero no lo podía soslayar. Incluso cuando se resistía, ya había cedido a ello. Porque una vez abierta la puerta a las preguntas que implicaba lo helénico, aunque fuera sólo para rechazarlo o repelerlo, tenía que ceder al principio de la simple autoridad sobre el que el tradicionalismo se basaba como sistema. 

Origen de la literatura helenista en la traducción griega de la Biblia 

El criticismo helénico no podía ser puesto en silencio, ni su luz escrutadora podía ser extinguida por medio del aliento de un rabino. Si lo intentaba, no sólo iba la verdad a hacer un mal papel ante sus enemigos, sino que sufría detrimento ante sus propios ojos. Tenía que contrarrestar argumento con argumento, y esto no sólo por causa de los de fuera, sino a fin de que él mismo pudiera estar seguro de lo que creía. Tenía que poder sostenerlo, no sólo en la controversia con otros, en la que el orgullo le impulsaba quizás a mantenerse firme, sino en la contienda interior, mucho más seria, en que un hombre hace frente al viejo adversario solo en la arena secreta de su propia mente, y tiene que sostener este terrible mano a mano sin recibir aliento alguno desde fuera. Pero ¿por qué tenía que retraerse de la contienda, cuando estaba seguro de que su verdad era divina y que por tanto la victoria tenía que ser suya? Como en nuestros conflictos modernos contra las inferencias unilaterales de las investigaciones físicas estamos acostumbrados a decir que las verdades de la naturaleza no pueden contradecir las de la revelación –puesto que las dos son de Dios–, y como es posible que consideremos como verdades de la naturaleza lo que algunas veces no son más que deducciones sacadas de hechos sólo parcialmente establecidos, y como verdades de la revelación lo que, después de todo, puede que solamente sean nuestras propias inferencias, algunas veces de premisas captadas de forma imperfecta, del mismo modo el helenista procuraría conciliar las verdades de la revelación divina con esas otras que, según pensaba, reconocía en el helenismo. Pero ¿en qué consistían estas verdades de la revelación divina? ¿Eran sólo la sustancia de la Escritura, o también su forma, la verdad misma en que era transmitida o la manera en que era presentada por los judíos; o, si las dos cosas, entonces estaban las dos en el mismo nivel? De la respuesta a estas preguntas dependería hasta qué punto estuviera dispuesto a dejarse «helenizar». 

Había una cosa, en todo caso, que era cierta. El Antiguo Testamento, por lo menos la Ley de Moisés, era directa y totalmente de Dios; y si era así, entonces su forma –es decir, su letra– tenía que ser auténtica y poseer autoridad. Esto ya estaba en la superficie y era para todos. Pero el estudioso tenía que buscar más profundo, con sus sentidos avivados, como si dijéramos, por el criticismo griego; tenía que «meditar» y penetrar en los misterios divinos. El judío palestino también buscaba en ellos, y el resultado era la Midrash. Pero, fueran los que fueran los métodos que aplicara –la Peshat, o simple crítica de las palabras; la Derush, o búsqueda en las aplicaciones posibles del texto, lo que podía ser «sacado» del mismo; o la Sod, el impacto escondido, místico, sobrenatural de las palabras–, era sólo, con todo, la letra del texto lo que había estudiado. Había ciertamente, sin embargo, otra interpretación de las Escrituras, hacia la cual Pablo dirigía a sus discípulos: el significado espiritual de sus verdades espirituales. Pero esto tenía que considerarse de otra manera, y tendía en una dirección distinta de las que el estudioso judío aceptaba o conocía. Por otra parte, había el modo de ver intelectual de las Escrituras, su comprensión filosófica, la aplicación a ella de los resultados del pensamiento y criticismo griegos. Era esto lo peculiarmente helenista. Si se aplicaba este método, cuanto más profundo se exploraba, más solo se sentía uno, más lejos de la muchedumbre; pero mucho mayor sería la luz del criticismo que saldría, brillando en las tinieblas prevalecientes, o, como se podría decir, era como el mineral precioso, que, una vez puesto en estado de pureza, brilla y resplandece con matices variados y esplendorosos. Lo que era judío, palestino, individual, concreto en las Escrituras, era solamente lo externo, verdadero en sí, pero no la verdad. Había profundidades por debajo. Si se eliminaba de las historias su nacionalismo, si se idealizaba al individuo que había en las personas presentadas, se llegaba a ideas y realidades abstractas, verdaderas para todos los tiempos y todas las naciones. Pero este simbolismo profundo era pitagórico; estas ideas preexistentes que eran los tipos de toda la realidad externa ¡eran platonismo! Rayos quebrados en sí, pero el foco de verdad que se hallaba en las Escrituras. Con todo, éstos eran rayos y podían venir sólo del Sol. Toda verdad era de Dios; por lo que la suya tenía que venir de este origen. Así que los sabios de los paganos también en cierto sentido habían sido enseñados por Dios, y la enseñanza de Dios, o inspiración, era más bien una cuestión de grados que de especie o clase. 

Sólo faltaba dar un paso; y éste, como podemos imaginar, si bien no era el más fácil, con todo, cuando reflexionamos sobre ello, era el que debían sentir más deseos de dar. Era simplemente avanzar hacia el helenismo; reconocer de modo franco la verdad en los resultados del pensamiento griego. Hay dentro de nosotros algo, llámese consciencia mental o como se quiera, que, sin que se le pida, se levanta para responder a la voz de la verdad intelectual, venga de donde venga, tal como la conciencia responde a la causa de la verdad o deber moral. Pero en este caso había mucho más. Había el encanto poderoso que la filosofía griega ejercía sobre todas las mentes afines, y la adaptación especial del intelecto judío a este modo de pensar sutil, aunque no fuera profundo. Y en general, y de modo más poderoso que lo demás, debido a que lo penetraba por todas partes, había el encanto de la literatura griega, con su esplendor; la civilización y cultura griegas, con su atractivo y pulimento; y lo que podemos llamar con una palabra, el «espíritu del tiempo», ese tyrannos, que rige sobre todos en el modo de pensar, hablar y hacer, tanto si se quiere como si no. 

Porque este poder era ejercido incluso sobre la misma Palestina, y se dejaba sentir en el círculo más íntimo del Rabinismo más exclusivista. No nos referimos aquí al hecho de que el mismo lenguaje que se hablaba en Palestina estaba en gran manera recargado de griego, e incluso latín, palabras hebraizadas, puesto que esto se explica fácilmente dadas las nuevas circunstancias y las necesidades de intercambio con los extranjeros dominantes o residentes. No es necesario hacer notar hasta qué punto habría sido imposible excluir todo conocimiento y contacto con el helenismo en presencia de tantos procedentes del mundo griego y romano, y tras una pugna larga y persistente, por parte de los que detentaban el poder político, para helenizar Palestina; y menos aún a la vista de templos paganos tan magníficos en el mismo suelo de Palestina. Pero no poder excluir lo helénico significaba tener a la vista eso desconocido que deslumbraba, que, como tal y en sí mismo, tuvo que poseer un atractivo especial para la mente judía. Se necesitaban principios muy estrictos para reprimir la curiosidad despertada de esta manera. Cuando un joven rabino, Ben Dama, preguntó a su tío si podía estudiar la filosofía griega, puesto que había aprendido y dominaba la «ley» en cada uno de sus aspectos, el viejo rabino le contestó con una referencia a Josué 1:8: «Ve y busca qué hora puedes hallar que no forme parte del día ni de la noche, para que puedas estudiar filosofía griega» (Men. 99 b, hacia el final). Sin embargo, incluso el patriarca judío Gamaliel II, que es posible que se sentara con Saulo de Tarso a los pies de su abuelo, se dice que se ocupaba de lo griego, y ciertamente tenía ideas bastante liberales sobre muchos puntos relacionados con el helenismo. Es verdad que la tradición le justificó a base de que su posición le ponía en contacto con los gobernantes y quizá, para reivindicarlo más aún, adscribía intereses y búsquedas similares al antiguo Gamaliel, aunque sin base, a juzgar por la circunstancia de que estaba tan convencido de lo malo que era el poseer un targum sobre Job en arameo, que hizo que lo enterraran profundamente en el suelo. 

Pero todo esto son indicaciones de una tendencia existente. Hasta qué punto se habría extendido, se ve por el hecho de que tuvo que proclamarse un bando sobre todos los que estudiaban «sabiduría griega». Uno de los rabinos más grandes, Eliseo ben Abujah, parece que fue realmente llevado a la apostasía por estos estudios. En verdad, se le ve como el Acher –el «otro»– en los escritos talmúdicos, a quien no era aceptable incluso nombrar. Pero no era todavía un apóstata de la Sinagoga cuando estos «cánticos griegos» fluyeron de sus labios; y fue en la misma Beth-haMidrash, o academia teológica, que surgió de su pecho, de repente, una multitud de Siphrey Minim (libros heréticos), donde los llevaba escondidos (Jer. Chag. ii. 1; comp. Chag. 15). Puede ser que la expresión Siphrey Homeros (escritos homéricos), que se halla no sólo en el Talmud (Jer. Sanh. x. 28 a) sino incluso en la Mishnah (Yad. iv. 6), se refiriera de modo preeminente, si no exclusivo, a la literatura religiosa o semirreligiosa helenística judía, aparte incluso de los apócrifos (A través de esta literatura, que por el hecho de ser judaica podría haber pasado insospechada, se introdujo una peligrosa familiarización con los escritos griegos, más probablemente, al considerar que, p.ej., Aristóbulos dice que Homero y Hesíodo «habían sacado material de nuestros libros» (ap. Euseb. Praepar. Evang. xiii. 12). Según Hamburger (RealEncykl. für Bibel u. Talmud. vol. ii, pp. 68, 69), la expresión Siphrey Homeros se aplica en exclusiva a los escritos heréticos judaico-alejandrinos; según Fürst (Kanon d. A. Test. p. 98), simplemente a la literatura homérica. Pero ver la discusión en Levy, Neuhebr. u. Chald. Wörterb., vol. 1, p. 476 a y b). Pero el que ocurra, en todo caso, demuestra que los helenistas se dedicaban al estudio de la literatura griega, y que a través de ellos, si no directamente, los palestinos se habían puesto en contacto con ella. 

Este bosquejo nos prepara para un repaso rápido de esta literatura helenista que tanto temía Judea. Su importancia no puede ser calculada, tanto para los helenistas como para el mundo en general. Ante todo, tenemos aquí la traducción griega del Antiguo Testamento, venerable no sólo por el hecho de ser la más antigua, sino porque en tiempo de Jesús era considerada como, por ejemplo, nuestra propia «Versión Autorizada» es considerada hoy en Inglaterra y, como tal, citada con frecuencia, aunque de modo libre, en el Nuevo Testamento. Ni tenemos por que maravillarnos de que fuera la Biblia del pueblo, no ya meramente entre los helenistas, sino en Galilea, y aun en Judea. No sólo, como explicamos antes, no era ya la lengua hebrea la lengua «vulgar» de Palestina, y los targumim escritos eran prohibidos. Sino, más que nada, porque todos –al menos en las ciudades– podían entender la versión griega; se podía citar en los intercambios con los hermanos helenistas o con los gentiles; y lo que quizá tenía igual importancia, si no más: era la más fácil de obtener. Debido al enorme esmero y cuidado que se dedicaba a los manuscritos hebreos de la Biblia, como podemos inferir por una nota talmúdica curiosa (Gitt. 35, última línea y b) en que se dice que una copia corriente de los Salmos, Job y fragmentos de los Proverbios es valorada en cinco maneh, una cifra enorme, unas 19£ en nuestros días (al escribirse este libro). Aunque este informe procede del siglo III o IV, no es probable que el coste de un manuscrito bíblico en hebreo fuera inferior en los tiempos de Jesús. Esto, como es natural, pondría la posesión de la Escritura fuera del alcance común. Por otra parte, podemos formamos una idea de lo baratos que eran los manuscritos griegos por el hecho de que conocemos el precio de los libros en Roma al principio de nuestra era. Centenares de esclavos se ocupaban de copiar lo que uno les dictaba. El resultado era no sólo la publicación de ediciones extensas, como en nuestros días, sino a un coste que era el doble de lo que son ahora ediciones baratas o populares (comp. Friedlander, Sitteng. Roms., vol. 3, p. 315). En consecuencia, los manuscritos griegos, aunque incorrectos con frecuencia, eran fácilmente accesibles, y esto contribuía a hacer de la Septuaginta la «Biblia del pueblo» (Hay que añadir a estas causas, quizás, el intento de introducir el helenismo de modo forzoso en Palestina, las consecuencias a que esto daba lugar, y la existencia de un partido helenista en el país).

La versión griega, como el Targum de los palestinos, se originó sin duda, en primer lugar, en una necesidad nacional sentida por parte de los helenistas, que por lo general desconocían el hebreo. De ahí que hallemos noticias de versiones griegas muy primitivas, al menos partes del Pentateuco (Aristóbulos, en Euseb. Praepar. Evang. ix. 6; xiii. 12), (Comp. Josephi Opera, ed. Havercamp., vol.2, App., pp. 103–132. La edición mejor de esta carta, por el profesor M. Schmidt, en Merx Archiv. i., pp.252–310. La historia se halla en Josefo, Ant. xii.2.2; Ag. Ap. ii.4; Filón, De Vita Mosis, lib. ii. § 5–7. Los extractos se dan más extensos en Euseb. Praepar. Evang. Algunos de los Padres dan la historia con adornos adicionales. Fue puesta bajo examen crítico por primera vez por Hody (Contra Historiam Aristeae de L. X. Interpret. dissert. Oxon. 1685), y a partir de entonces ha sido tenida en general como legendaria. Pero su fundamento, de hecho, ha sido reconocido últimamente por casi todos los críticos, aunque la carta es en sí pseudónima y llena de detalles fabulosos).

Carácter de la Septuaginta 

Pero esto, naturalmente, no podía ser suficiente. Por otra parte, existía, como podemos suponer, una curiosidad natural por parte de los estudiosos, sobre todo en Alejandría, que tenía una población judía tan importante, de conocer los libros sagrados sobre los cuales se fundaban la religión y la historia de Israel. Incluso más que esto, hemos de tener en cuenta los gustos literarios de los tres primeros Ptolomeos (sucesores en Egipto de Alejandro el Grande) y el favor excepcional que los judíos habían disfrutado durante un tiempo. Ptolomeo I (Lagi) era un gran mecenas de los estudios. Proyectó el Museo de Alejandría, que era un hogar para la literatura y los estudios, y fundó la gran Biblioteca. En estas empresas su consejero principal era Demetrio Falereo. Los gustos del primer Ptolomeo fueron heredados por su hijo, Ptolomeo II (Filadelfo) (286–284 a.C.), que había sido corregente durante dos años. De hecho, este monarca acabó maniático por los libros, y es difícil creer las cantidades ingentes que pagó por manuscritos raros, que con frecuencia resultaban ser falsificados. Lo mismo se puede decir del tercero de estos monarcas, Ptolomeo III (Euergetes). Sería verdaderamente extraño que estos monarcas no hubieran procurado enriquecer su biblioteca con una traducción auténtica de los libros sagrados judíos, o no hubieran estimulado a que se hiciera esta traducción. 

Estas circunstancias nos explican los diferentes elementos que podemos seguir en la versión griega del Antiguo Testamento, y explican las noticias históricas o más bien legendarias que tenemos sobre su composición. Empecemos con las últimas. Josefo ha preservado lo que sin duda, al menos en su forma presente, es una carta espuria de un tal Aristeas a su hermano Filócrates,(Comp. Josephi Opera, ed. Havercamp., vol.2, App., pp. 103–132. La edición mejor de esta carta, por el profesor M. Schmidt, en Merx Archiv. i., pp.252–310. La historia se halla en Josefo, Ant. xii.2.2; Ag. Ap. ii.4; Filón, De Vita Mosis, lib. ii. § 5–7. Los extractos se dan más extensos en Euseb. Praepar. Evang. Algunos de los Padres dan la historia con adornos adicionales. Fue puesta bajo examen crítico por primera vez por Hody (Contra Historiam Aristeae de L. X. Interpret. dissert. Oxon. 1685), y a partir de entonces ha sido tenida en general como legendaria. Pero su fundamento, de hecho, ha sido reconocido últimamente por casi todos los críticos, aunque la carta es en sí pseudónima y llena de detalles fabulosos.) en la cual se nos dice que por consejo de su bibliotecario (?) Demetrio Falereo, Ptolomeo II había enviado, por medio de él (Aristeas) y otro funcionario, una carta, con ricos presentes, a un tal Eleazar, Sumo Sacerdote en Jerusalén; el cual a su vez había elegido setenta y dos traductores (seis de cada tribu) y los había provisto del manuscrito más valioso del Antiguo Testamento. La carta da luego detalles de la recepción espléndida de los traductores en la corte egipcia, así como de su estancia en la isla de Faros, donde habían realizado su obra en setenta y dos días, después de lo cual regresaron a Jerusalén cargados de regalos, una vez su traducción hubo recibido la aprobación formal del Sanedrín judío de Alejandría. De este relato podemos colegir, por lo menos, estos hechos históricos: que el Pentateuco –porque sólo se da el testimonio de éste– fue traducido al griego por sugerencia de Demetrio Falereo, durante el reinado y bajo el mecenazgo –si no la dirección– de Ptolomeo II "Filadelfo", (Esto queda confirmado en otros puntos. Ver Keil, Lehrb. d. hist. kr. Einl. d. A.T., p. 551, nota 5). Los relatos de origen judaico están de acuerdo con esto, y describen la traducción del Pentateuco bajo Ptolomeo; el Talmud de Jerusalén (Megill. i.) da un relato más sencillo; el de Babilonia (Megill. 9 a), con adiciones al parecer derivadas de las leyendas de Alejandría; el primero hace notar de modo expreso trece variaciones del texto original, mientras que el último hace notar quince (Casi no vale la pena refutar la opinión de Tychsen, Jost (Gesch. d. Judenth.) y otros, de que los escritores judíos sólo escribieron para Ptolomeo las palabras hebreas en letras griegas. Pero la palabra לתב no puede ser interpretada de esta forma en relación con esto. Comp. también Frankel, Vorstudien, p. 31).

Una vez traducido el Pentateuco, fuera por una persona o, más probablemente, por varias, (Según Sopher. i. 8, por cinco personas, pero éste parece un número redondo que corresponde a los cinco libros de Moisés. Frankel (Deber d. Einfl. d. paläst. Exeg.) se esfuerza, sin embargo, en mostrar en detalle las diferencias entre los distintos traductores. Pero esta crítica con frecuencia es forzada, y la solución de la cuestión es, al parecer, imposible) pronto recibirían el mismo tratamiento los demás libros. Fueron evidentemente traducidos por un grupo de personas que poseían calificaciones muy distintas para hacer el trabajo –la traducción del libro de Daniel resultó tan defectuosa, que tuvo que ser sustituida por otra hecha por Teodosio más adelante. La versión, en conjunto, lleva el nombre de LXX (Septuaginta), según han supuesto algunos, por el número de sus traductores, en conformidad con el relato de Aristeas –sólo que en este caso debieran haber sido setenta y dos–; o por la aprobación del Sanedrín de Alejandría –¡aunque Bohl dice que fue el Sanedrín de Jerusalén!–, si bien en este caso deberían haber sido setenta y uno; o quizá, debido a la idea popular del número de naciones gentiles, de las cuales el griego (Jafet) era considerado como típico, que eran setenta. Sin embargo, tenemos una fecha segura por medio de la cual computar la terminación de esta traducción. Por el prólogo del libro apócrifo «Sabiduría de Jesús, hijo de Sirac», sabemos que en los días de su autor el Canon de la Escritura estaba cerrado; y que a su llegada, a los treinta y ocho años, (Pero la expresión se ha referido también al año treinta y ocho del reinado de Euergetes) a Egipto, regida entonces por Euergetes, encontró ya completada la versión de la Septuaginta cuando él mismo se puso a hacer una traducción similar en hebreo de la obra de su abuelo. Además, en el capítulo 50 de esta obra tenemos una descripción del Sumo Sacerdote Simón, que evidentemente es escrita por un testigo ocular. Por tanto, tenemos, por un extremo, el pontificado de Simón como fecha más antigua posible para la vida del primer Jesús (abuelo); y por el otro, el reinado de Euergetes, en el que el nieto estaba en Alejandría. Ahora bien, aunque hubo dos Sumos Sacerdotes con el nombre de Simón, y dos reyes egipcios con el apodo de Euergetes, con todo, en terreno puramente histórico, y aparte de prejuicios críticos, llegamos a la conclusión de que el Simón de Ecclus., cap. 50, era Simón I, el Justo, uno de los hombres más encumbrados en la historia tradicional judaica; y, de modo similar, que el Euergetes del joven Jesús era el primero que llevó este nombre, Ptolomeo III, que reinó desde 247 a 221 a.C. (A mi modo de ver, por lo menos, la evidencia histórica, aparte de consideraciones críticas, me parece muy fuerte. Los escritores modernos, por otra parte, han admitido haber estado influidos por la consideración de que la fecha reciente o primitiva del Libro de Sirac implicaría una fecha muy anterior para el cierre del Canon del Antiguo Testamento de la que están dispuestos a admitir. De modo más especial esto quedaría afectado por la cuestión de los llamados «Macabeos » y la paternidad y fecha del libro de Daniel. Pero las cuestiones históricas deben ser tratadas de modo independiente de los prejuicios críticos. Winer (Bibl. Realwörterb. 1, p. 555), y otros después de él, han admitido que el Simón de Ecclus., cap. 50, fue realmente Simón el Justo (l. i.), pero defienden que el Euergetes del prólogo fue el segundo de este nombre, Ptolomeo VII, apodado popularmente Kakergetes. Comp. los comentarios de Fritzsche sobre esto en el Kurzgef. Exeg. Handb. z. d. Apockr. 5° Lief. p. xvii.) En su reino, pues, debemos considerar que quedó completada la versión Septuaginta, por lo menos en lo sustancial. 

De todo ello, pues, se sigue que el Canon del Antiguo Testamento ya estaba prácticamente establecido en tierra Palestina (Comp. aquí, además de los pasajes citados en la nota precedente, Baba B. 13 b y 14 b; para el cese de la revelación en el período de los Macabeos, 1° Macc. 4:46; 9:27; 14. 41; y, en general, para el punto de vista judío sobre el tema, al tiempo de Cristo, Jos. Ag. Ap. i. 8.). Este Canon fue aceptado por los traductores alejandrinos, aunque los puntos de vista más laxos de los helenistas sobre la «inspiración», y la ausencia de la vigilancia estricta ejercida sobre el texto en Palestina, llevó a adiciones y alteraciones, y finalmente incluso a la admisión de los Apócrifos en la Biblia griega. A diferencia de la ordenación hebrea del texto en la Ley, los Profetas (Anterior: Josué, Jueces, 1 y 2 Samuel, 1 y 2 Reyes. Posterior: Mayores; Isaías, Jeremías y Ezequiel; y los profetas menores) y los Escritos (sagrados) o Hagiógrafos, la Septuaginta los ordena en libros históricos, proféticos y poéticos, y considera veintidós, según el alfabeto hebreo, en lugar de veinticuatro como los hebreos. Pero es posible que estas dos ordenaciones hayan sido posteriores, puesto que Filón evidentemente conocía el orden judío de los libros (De Vita Contempl. § 3). Sobre el texto que puedan haber usado los traductores sólo es posible hacer conjeturas. Difiere en casi innumerables puntos del nuestro, aunque las desviaciones importantes son relativamente pocas (Se hallan principalmente en 1 Reyes, los libros de Ester, Job, Proverbios, leremías y Daniel. En el Pentateuco las hallamos sólo en cuatro pasajes en el libro del Éxodo). En la gran mayoría de las pequeñas variaciones nuestro texto hebreo debe ser considerado como el más correcto (Hay también una correspondencia curiosa entre la versión samaritana del Pentateuco y la de la Septuaginta: que están las dos de acuerdo, en unos 2.000 pasajes, en contra de la nuestra hebrea, aunque en otros casos el texto griego, o bien está de acuerdo con la hebrea contra la samaritana, o bien es independiente de las dos. Sobre la conexión entre la literatura samaritana y el helenismo hay algunos datos interesantes en Freudenthal, Hell. Stud. pp. 82–103, 130–136, 186, etc).

Dejando a un lado los errores de copia y de lectura, y al margen de los errores de traducción, ignorancia y prisa, notamos ciertos hechos destacados como característica de la versión griega. Lleva marcas evidentes de su origen en Egipto en el uso de palabras y referencias egipcias, y también rastros de su composición judaica. Junto a un literalismo falso y mimético hay también grandes libertades, si no abusos, en la forma de tratar el original; errores graves que aparecen junto a traducciones felices de pasajes muy difíciles, sugiriendo la ayuda de eruditos y expertos de nota. Hay elementos distintivos judaicos indudablemente en ella, los cuales sólo pueden ser explicados con referencia a la tradición judía, aunque son muchos menos de lo que han supuesto algunos críticos (Las computaciones exageradas a este respecto por parte de Frankel (tanto en su obra Deber d. Einfl. d. Paläst. Exeg., y también en el Vorstud. z. Sept. pp. 189–191), han sido rectificadas por Herzfeld (Gesch. d. Vol. Isr. vol. 3), que quizá va al otro extremo. Herzfeld (pp. 548, 550) admite –aunque vacila en hacerlo– sólo seis referencias claras a la Halakhoth en los siguientes pasajes de la Septuaginta: Génesis 9:4; 32:32; Levítico 19:19; 24:7; Deuteronomio 25:5; 26:12. Como ejemplos de Haggadah podemos citar las traducciones de Génesis 5:24 y Éxodo 10:23). Esto lo podemos entender puesto que solamente podían ser introducidas las tradiciones que en aquellos tiempos no sólo fueran aceptadas, sino que tuvieran una circulación general. Los elementos distintivamente griegos, sin embargo, son de gran interés para nosotros ahora. Consisten en alusiones a términos mitológicos griegos, y adaptaciones de ideas filosóficas griegas. Aunque fueran pocos, (Dähne y Gfrörer han ido en esto al mismo extremo que Frankel en el lado judío. Pero incluso Siegfried (Philo v. Alex. p. 8) se ye obligado a admitir que la traducción de la Septuaginta ἡ δὲγῆ ἠν ἀόρατος ἀκαὶ κατασκεύαστος, de Génesis 1:2, lleva marcas indudables de ideas filosóficas griegas. Y, ciertamente, éste no es el único caso) un caso bien identificado nos permitiría tener sospechas de otros, y en general daría a la versión el carácter de helenización judaica. En la misma categoría consideramos lo que constituye la característica más prominente de la versión Septuaginta y que, por falta de términos mejores, designaremos como racionalista y apologética. Las dificultades –o lo que lo parecen– son eliminadas por los métodos más audaces, manejando el texto con libertad; y sobra añadir que, con frecuencia, de modo muy poco satisfactorio. Además, y de modo especial, se hace un gran esfuerzo para descartar toda clase de antropomorfismo, como incompatible con sus ideas de la Deidad. El observador superficial podría sentirse tentado a considerar esto como no estrictamente helenista, puesto que lo mismo se puede notar, si bien está realizado de modo más sistemático, en el Targum de Onkelos. Quizás estas alteraciones habían sido introducidas en el mismo texto hebreo (Como en las llamadas Tiqquney Sopherim, o «correcciones de los escribas». Compárense aquí en general las investigaciones de Geiger (Urschrift u. Ueberse z. d. Bibel). Pero éstas, por eruditas e ingeniosas que sean, requieren ser tomadas con la mayor precaución, como muchos de los dictámenes del criticismo judío moderno, y en cada caso han de ser sometidas a un nuevo examen, ya que gran parte de sus escritos son lo que se puede designar con el término alemán Tendenz-Scheiften, y sus inferencias Tendenz-Schlüsse. Pero el crítico y el historiador no deberían tener Tendenz, excepto hacia los hechos simples y la verdad histórica). Pero hay esta diferencia vital entre el Palestinismo y el Alejandrismo, que, hablando en general, el esfuerzo por evitar los antropomorfismos por parte de los hebreos depende de razones objetivas: teológicas y dogmáticas; el helenista, de razones de carácter subjetivo: filosóficas y apologéticas. El hebreo los evita, como hace con lo que le parece incompatible con la dignidad de los héroes bíblicos y de Israel. «Grande es el poder de los profetas», escribe, «que asemejan el Creador a la criatura»; o bien (Melchilta en Éx. 19): «una cosa es escrita con miras a hacerla accesible al oído», para adaptarla a los modos humanos de hablar y entender; y de nuevo (Ber. 31 b): «las palabras de la Torah son como el lenguaje de los hijos de los hombres». Pero para este mismo propósito las palabras de la Escritura pueden ser presentadas en otra forma, y han de ser incluso modificadas, si es necesario, para evitar malentendidos posibles o errores dogmáticos. Los alejandrinos llegan a la misma conclusión, pero partiendo de una dirección opuesta. No piensan en axiomas teológicos, sino filosóficos, verdades que la verdad más elevada no podía contravenir y, según ellos, no contradecía. Sólo falta ahondar un poco más; ir más allá de la letra a aquello hacia lo cual indica; limpiar la verdad abstracta de su envoltura concreta, nacional, judaica: penetra, a través del atrio que se halla a media luz, en el templo, y te verás rodeado de un esplendor deslumbrante, luz de la cual, como los portales han sido abiertos de par en par, hay rayos esparcidos que han caído sobre la noche del paganismo. Y así la verdad tenía que aparecer gloriosa más que vindicada a su propia vista, ¡triunfante a la de los otros!

De esta manera la versión Septuaginta pasó a ser la Biblia del pueblo para este amplio mundo judío, a través del cual el Cristianismo, más tarde, tenía que dirigirse a la humanidad. Era parte del caso que esta traducción fuera considerada por los helenistas como inspirada a la par del original. De otro modo habría sido imposible hacer una apelación final a las mismas palabras del griego; menos aún, hallar en ellas un significado místico y alegórico. Sólo que no hemos de considerar sus opiniones sobre la inspiración –excepto en lo que se aplica a Moisés, y aun en este caso sólo parcialmente como idénticas a las nuestras. Para su mente la inspiración difería cuantitativa, no cualitativamente, de lo que el arrebato del alma podía experimentar en cualquier momento, de modo que incluso los filósofos paganos podían, en último término, ser considerados a veces como inspirados. En lo que se refiere a la versión de la Biblia (y probablemente sobre la misma base), prevalecieron puntos de vista similares en un período ulterior incluso en los círculos hebreos, en que se estableció que el Targum Caldeo sobre el Pentateuco había sido comunicado de modo original a Moisés en el Sinaí (Ned. 37 b; Kidd. 49 a), aunque después había sido olvidado hasta que fue restaurado y reintroducido (Megill. 3 a).

El que la Septuaginta fuera leída o no en las Sinagogas helenistas y si el culto era dirigido en griego, en todo o en parte, es algo sobre lo cual no podemos ir más allá de conjeturas. Tenemos, sin embargo, una noticia significativa (Jer. Megill. iv. 3, ed. Krot. p. 75 c) en el sentido de que entre los que hablaban una lengua bárbara (no hebrea, el término se refería especialmente al griego) era costumbre que una persona leyera toda la Parashah (o lección del día), mientras que entre los judíos que hablaban hebreo la leían siete personas, que eran llamadas sucesivamente. Esto parece implicar que, o bien el texto griego era el único que se leía, o que iba seguido de una lectura hebrea, como el Targum de los orientales. Es más probable, sin embargo, que se hiciera lo primero, puesto que eran difíciles de encontrar tanto los manuscritos hebreos como las personas capaces de leerlos. En todo caso, sabemos que las Escrituras griegas eran reconocidas en Palestina como en posesión de autoridad (Megill. i. 1. Sin embargo es justo que, por mi parte, reconozca que tengo fuertes dudas sobre si este pasaje no se refiere a la traducción griega de Akylas. Al mismo tiempo, habla simplemente de una traducción al griego. Y antes de la versión de Aquila se consideraba sólo la Septuaginta. Es una de las tergiversaciones de la historia el identificar este Akylas, que floreció hacia el 130 d.C., con el Aquila del libro de Hechos. Le falta incluso la excusa de una curiosa tergiversación de la confusa historia sobre Akylas que da Epifanio, en general poco exacto, en De Pond. et Mensur. c. xiv.) y que las oraciones diarias ordinarias se podían decir en griego (La «Shema» (credo judío), con sus colectas, las dieciocho «bendiciones» y «la acción de gracias a la hora de la comida». Un rabino posterior reivindicó el uso de la «Shema» en griego con el argumento de que la palabra Shema significaba no sólo «oír», sino también «entender» (Jer. Sotah vii. 1). Compárese Sotah vii. 1, 2. En Ber. 40 b se dice que la Parashah relacionada con la mujer sospechosa de adulterio, la oración y la confesión al traer los diezmos, y las diversas bendiciones sobre la comida, pueden ser dichas no sólo en hebreo, sino en cualquier otra lengua). La Septuaginta merece esta distinción por su fidelidad en general –al menos en lo que se refiere al Pentateuco– y por su preservación de la antigua doctrina. Así, sin referencia ulterior a su reconocimiento pleno de la doctrina de los ángeles (comp. Dt. 32:8, 33:2), hacemos notar, en especial, que preservaba la interpretación mesiánica de Génesis 49:10 y Números 24:7, 17, 23, dándonos evidencia de lo que era el punto de vista generalmente aceptado dos siglos y medio antes del nacimiento de Jesús. La declaración hecha repetidamente más adelante por la Sinagoga, de que esta versión había sido para Israel una calamidad tan grande como la erección del becerro de oro (Mass. Sopher. i; Hal. 7, al final del vol ix. del Talmud Babilónico) y que con ocasión de su terminación tuvo lugar el terrible presagio de un eclipse que duró tres días (Hilch. Ged. Taan), se debe al uso que se hizo de la Septuaginta en las discusiones y en la argumentación. Porque los rabinos declararon que como resultado de sus investigaciones habían hallado que la Torah podía sólo ser traducida de modo adecuado al griego, y amontonan sus elogios sobre la versión griega de Akylas o Aquila, el prosélito, que fue hecha para contrarrestar la influencia de la Septuaginta (Jer. Megill. i. 11, ed. Krot. p. 71 b y c). Pero en Egipto el aniversario de la terminación de la Septuaginta fue celebrado con una fiesta en la isla de Faros, en la cual acabaron participando incluso los paganos (Filón, De Vita Mosis, ii., ed. Francf. p. 660).



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