Teología del Pentateuco | Crítica del Pentateuco con Feliberto Vasquez Rodriguez
TEOLOGÍA DEL PENTATEUCO
En último término, es la
visión teológica del AT la que explica porqué ha sobrevivido más de dos
milenios y durante ese proceso ha ido conformando el mundo. En gran medida a
esa visión teológica le da una forma decisiva la Torá (el Pentateuco). La
presentación unívoca de Dios en ese bloque de material establece los parámetros
teológicos para el resto del AT. Hasta tal punto esto es así que mientras los
teólogos del AT no se ponen de acuerdo sobre cuál pueda ser el “eje central” de
la teología del AT, G. Hasel podía mantener sin ningún temor a contradecirse
que Dios mismo es el centro. A través de los treinta y nueve libros hay un
concepto de la deidad que lo impregna todo: Dios es el Creador trascendente.
Incluso en la literatura sapiencial, que frustra tantas propuestas sobre un
“centro”, no existe ninguna duda sobre el concepto de Dios que los autores
propugnan. En parte, esta coherencia subyacente en el resto del AT se debe a la
coherencia que existe dentro de la Torá. Hay complejidad en el cuadro que
presenta, incluso misterio, pero no contradicción. Dios es siempre el Creador
trascendente y apasionado que está interesado en que sus criaturas experimenten
el bien para el que los ha creado. Debido a esta coherencia es que se puede
hablar de una teología del Pentateuco, una comprensión única que está detrás de
los distintos énfasis que aparecen en los diferentes libros.
1.
Cosmovisión teológica
2.
Dios
3.
El mundo
4.
La humanidad
5.
El pecado
6.
La salvación
1. Cosmovisión teológica.
Bajo todo lo que hace y
dice el Pentateuco se encuentra una visión de la realidad radicalmente distinta
a la de cualquiera de los vecinos de Israel. Si bien la escuela de la historia
de las religiones de las postrimerías del siglo XIX trató de negar este punto
de vista, W. F. Albright y sus alumnos lo pusieron nuevamente en circulación a
mediados del siglo XX. G. E. Wright fue quien lo expresó de manera más sucinta
al mantener que debido a las diferencias manifiestas que existían entre la
religión de Israel y la de sus vecinos, el tipo de desarrollo evolutivo
propuesto por J. Wellhausen era imposible. Por desgracia para este punto de
vista, Wright no fue capaz de ofrecer una explicación intelectualmente
coherente sobre el origen de esta supuesta singularidad. Siguiendo el ejemplo
de Albright, propuso que Dios se había revelado a sí mismo a través de
determinados grandes acontecimientos históricos sobre los que el pueblo hebreo
había reflexionado y de los que derivaron su teología. El punto débil de este
argumento es que Wright admitió que los informes de esos supuestos eventos
reveladores que se encuentran en la Biblia habían sido considerablemente
adaptados y embellecidos, hasta el punto de que solamente podemos hablar en
términos generales sobre lo que pudo o no pudo haber tenido lugar. Los críticos
de Wright, en particular J. Barr y B. Childs, señalaron que los acontecimientos
que no se pueden reconstruir a partir de los datos actualmente existentes
difícilmente pueden servir para explicar una teología singular.
Como resultado de esta
incapacidad para explicar de dónde venía la supuesta singularidad, se ha
producido un alejamiento importante de las tesis de Albright-Wright en años
recientes. Dado que se supone nuevamente que la religión israelita debe de haberse
desarrollado de una manera evolutivo como las demás religiones semíticas
occidentales, no se cree posible que contenga ningún elemento verdaderamente
singular. Pero gran parte de este argumento gira en torno a qué es lo que
constituye la singularidad. Si se puede demostrar que el faraón egipcio
Akenatón exigió la adoración a un dios, ¿demuestra eso que el monoteísmo de
Israel no era singular? Si se puede mostrar que Aristóteles enseñó la
existencia de un “motor inmóvil”, ¿demuestra eso que el concepto israelita de
trascendencia no era singular? ¿Acaso la existencia de ciertos registros
asirios que afirman que un dios dirigió las actividades de una determinada
dinastía demuestra que la idea hebrea de un Dios que se revela a sí mismo en la
historia humana no es singular?
Estos y otros ejemplos
que se podrían citar podrían utilizarse para demostrar tal cosa, si se piensa
que la singularidad significa que una idea nunca existió fuera de Israel. Sin
embargo, todos estos casos fueron casos aislados y momentáneos. Aparecieron y
desaparecieron, causando poco o ningún impacto sobre sus culturas. El punto de
vista religioso dominante en Egipto, Grecia o Mesopotamia desde el 3000 a.C. al
300 D.C. es muy diferente de estos puntos de vista, y diametralmente opuesto al
de Israel tal como relata la Biblia. Hasta este punto Wright estaba totalmente
en lo cierto. Incluso si concediéramos, como dice T. L. Thompson, que la
religión descrita en el AT nunca existió hasta que se creó artificialmente en
el período del Segundo Templo, todavía deberíamos enfrentarnos al hecho
insoslayable de que en ningún otro lugar del mundo hay una religión que esté
basada sistemática y completamente en los principios que sirven de fundamento a
la religión del AT. Si decidimos explicarla como el fruto del desarrollo
evolutivo, seguimos enfrentándonos al hecho de que en ninguna otra parte del
mundo la religión evolutiva ha cristalizado en este resultado. Es en este
sentido que la teología del Pentateuco y, por extensión, del AT, es singular:
aunque algunas partes puedan encontrarse en otros lugares de manera aislada, en
ningún otro lugar se conjugan estos y muchos otros elementos de una manera tan
exclusiva, consecuente y concienzuda.
1.1. Trascendencia. En contraste con todas
las culturas vecinas de Israel, el Pentateuco insiste en que Dios es distinto
del mundo físico. No se le puede identificar con la creación en modo alguno.
Este parámetro ya se establece de entrada en Génesis 1 y se mantiene en todo momento.
Dios creó el mundo con su palabra. No es ni una extensión de su ser ni una
efusión de sí mismo. Por tanto está prohibido representarlo en forma de
cualquier cosa creada (Ex 20:4– 5; Dt 5:8–9). Y esta prohibición no es un
asunto menor en la teología del Pentateuco. La construcción de un ídolo en
forma de becerro es el primer incumplimiento de la alianza, y tan serio como
para hacer que sobrevolara la amenaza de la destrucción del pueblo (Ex
32:1–10). Evidentemente Aarón y el pueblo no consideraron que existiera ninguna
disparidad entre el hecho de que Moisés adorara al Yahvé invisible en la
montaña mientras ellos adoraban al Yahvé visible en el valle. Esto es lo que se
hacía en la religión egipcia, así como en odas las demás religiones del antiguo
Oriente Próximo. Pero esas religiones enfatizaban la continuidad esencial entre
lo divino y el cosmos. Esta religión del Sinaí era diferente al insistir en una
discontinuidad radical entre estos dos. Especialmente cuando esa teología
alcanza su culminación en Deuteronomio, la prohibición de la idolatría asume
una posición todavía más importante. Participar en esta práctica se convirtió
en la prueba palmaria de la deslealtad de Israel hacia Dios (cf. la primera
maldición en Dt 27:15). Resulta difícil imaginarse por qué sería así de no ser
por la tremenda importancia que los teólogos israelitas le concedían a la idea
de la trascendencia.
Se puede presentar un
caso convincente que demuestre que todas las demás nociones principales acerca
de Dios que encontramos en el Pentateuco hunden sus raíces en esta idea. Ya se
ha mencionado la iconoclastia. No es fortuito que existan solamente tres
religiones iconoclastas en el mundo (judaísmo, cristianismo e islam) y que las
tres surjan del AT. Estas mismas tres religiones, y sólo ellas, enseñan el
monoteísmo. ¿Por qué solamente ellas iban a insistir en que Dios es uno? Una
vez más, se debe a su dependencia de la misma fuente, el AT. ¿Por qué solamente
esta fuente tiene éxito al concebir a Dios de este modo? y ¿por qué se frustró
el intento de Akenatón, que apenas sobrevivió menos de media docena de años
tras su muerte? Sin duda la respuesta la encontramos en la trascendencia. Si se
concibe lo divino como una continuación de este mundo, como hicieron Akenatón y
todos los demás pensadores religiosos del antiguo Oriente Próximo, el
monoteísmo es una imposibilidad lógica. Ya que el mundo es múltiple, también
debe de serlo lo divino. Por otro lado, una vez que admitimos que lo divino
trasciende a cualquier otra entidad en el cosmos, entonces la unidad se
convierte en una necesidad, ya que solamente puede haber una entidad que sea
verdaderamente distinta del resto. Nuevamente hay que decir que esta idea del
monoteísmo que impregna el AT tiene sus orígenes en el Pentateuco. Está implícita
en el primer mandamiento (Ex 20:3) y se hace explícita en la Shemá (Dt 6:4; cf.
también Ex 8:10 [Texto Masorético 8:6]; 9:14; Dt 4:35, 39).
Dentro de la idea que
tiene el Pentateuco de la trascendencia divina resulta fundamental la
autoexistencia de Dios. La sorprendente declaración de Éxodo 3:14 subraya este
punto. Cuando Moisés preguntó por el nombre de Dios como parte de su intento
por evitar ir a Egipto, el Señor respondió con mucho más de lo que Moisés le
había preguntado, no con una etiqueta, sino con un anuncio de su identidad: “Yo
soy el que soy”. Es un ser que existe en sí mismo. No depende de ningún otro ni
deriva de ningún otro. En todo momento y en todo lugar, él es. Ningún otro ser
en el universo puede afirmar tal cosa. Todos los demás seres dependen de algo o
de alguien para su existencia. Existen únicamente debido a la existencia previa
de algo más. Como reconoció Aristóteles, solamente cabe la posibilidad de que
un ser pueda decir “Yo soy” sin referencia a nada más.
Pero la idea de trascendencia
del Pentateuco difiere de la de los filósofos griegos clásicos. Y esta
diferencia casi con toda seguridad explica por qué el Pentateuco continúa
conformando el pensamiento del mundo mientras que el de Aristóteles tuvo poco
impacto incluso en su propio tiempo. La diferencia estriba en la manera exitosa
en que la Biblia combina la trascendencia y la personalidad. Los filósofos
griegos podían imaginarse algo totalmente distinto del cosmos, pero sólo podían
concebirlo como algo impersonal. Los teólogos del resto del mundo podían
concebir a los dioses como personales, pero sus dioses en realidad sólo eran
fuerzas de la naturaleza, de la sociedad o de la mente que llevaban máscaras
humanas. Las historias de los dioses nunca representan a los dioses como
personalidades de todo el orbe, polifacéticos. Son una caricatura de la
personalidad, lo divino hecho a imagen de lo humano. El Pentateuco logra hacer
lo que ningún otro documento teológico ha conseguido ni antes ni después de él:
describir al Trascendente como alguien totalmente personal. El Dios descrito en
el Pentateuco no es una imagen imperfecta de lo humano. Antes bien, los humanos
tienen valor, al fin y al cabo, porque reflejan la imagen personal de su
Creador. Por tanto, cada ser humano llega a tener un valor increíble en las
páginas de la Torá porque su personalidad se deriva de la de Aquel que está
detrás de todas las cosas.
La trascendencia
inanimada de los griegos no tenía poder para dominar los corazones de los
humanos ni autoridad personal para forzar sus voluntades. Por otro lado, las
personalidades unidimensionales que poblaban los mitos no sólo eran incapaces
de escapar de sus propios destinos como parte del cosmos, sino que tampoco
podían establecer una relación significativa con sus devotos. ¿Dónde si no en
el Pentateuco podía encontrarse una descripción así del trascendente como la de
Éxodo: “—El SEÑOR, el SEÑOR, Dios clemente y compasivo, lento para la ira y
grande en amor y fidelidad, que mantiene su amor hasta mil generaciones después,
y que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado; pero que no deja sin
castigo al culpable, sino que castiga la maldad de los padres en los hijos y en
los nietos, hasta la tercera y la cuarta generación” (Ex 34:6–7, NVI)? Pero
aunque se pudiera encontrar una declaración similar sobre otra deidad, lo que
no se podría encontrar es todo un cuerpo de literatura religiosa cuya forma
esté influenciada de manera tan sistemática y completa por este concepto de una
persona trascendente.
¿Cómo podemos explicar esta
singular cosmovisión? El Pentateuco no la presenta en ningún lugar como el
resultado de la razón humana aplicada a la rutina diaria. Tampoco la presenta
de una forma organizada lógicamente. El texto nos transmite que esta teología
fue el resultado de un proceso bastante complejo. Ese proceso implicó por
encima de cualquier otra cosa, la comunicación verbal directa e inteligible de
parte de Dios con seres humanos concretos. Esa comunicación llegó de diversas
maneras. En algunos casos fue audible, como cuando una representación de Dios,
a la que se hace referencia en ocasiones como “el mensajero (ángel) del Señor”,
habló con alguien (Abraham, Gn 18–19; Jacob, Gn 32) o cuando los israelitas
oyeron a Dios hablar desde el monte Sinaí (Dt 4:32–33). En otros casos la
comunicación se produjo mediante un sueño (Jacob, Gn 28:12–15). En algunos
casos parece haberse producido directamente al oído del oyente (e.g., Moisés,
Nm 12:8: “boca a boca”; véase también Ex 33:11; Dt 34:10: “cara a cara”).
Este discurso divino siempre
se daba en el contexto de experiencias humanas únicas. Dios habló a Adán y Eva
en el contexto del jardín y de su pecado. Se dirigió a Caín en el contexto de
su tentación y posterior pecado. Habló a Noé en el contexto del diluvio. Habló
a los patriarcas en el contexto de sus viajes, tanto los que obedecían a su
voluntad como los que no. Habló a Moisés y al pueblo hebreo en el contexto de
la cautividad en Egipto, del Sinaí y de la travesía por el desierto. En ningún
lugar del Pentateuco se dice que su cosmovisión distintiva fuera el resultado
de la especulación humana tras un limitado número de incursiones divinas en la
experiencia israelita. Insiste en que Dios habló a Israel y a sus
representantes sistemática y constantemente, dando interpretaciones divinas de
lo que estaba haciendo y de por qué lo hacía. Además deja claro que Dios nunca
les habló en términos abstractos que no tuvieran relación con las realidades
concretas de la vida. En otras palabras, el Pentateuco sostiene que su
característica visión de la realidad le fue comunicada a Israel por Dios en el
contexto de su experiencia vital. No debería sorprendernos que en ningún otro
lugar se nos ofrece indicios siquiera de un proceso así. Un contenido singular
requería de un medio de comunicación singular. Además, deberíamos reconocer que
si las afirmaciones del Pentateuco acerca de Dios y la naturaleza de la
realidad son correctas, no hay forma posible de que la especulación humana
sobre el cosmos pudiera, sin contar con ayuda, llegar a una comprensión de esa
realidad. Tal especulación no podría ir más allá de los límites del cosmos, y
desde luego no podría llegar a aquello que parece contradecirse lógicamente con
el cosmos: la existencia de una persona trascendente. La naturaleza del cosmos
llevaría a un especulador a concluir que las fuerzas, más que las personas, son
lo fundamental, y que el principio vital es la continuidad y no la
trascendencia.
1.2. El género de Dios.
La idea de que Dios es
una persona trascendente plantea algunas dificultades en la comunicación,
especialmente en el contexto del antiguo Oriente Próximo. Obviamente, aunque la
lengua hebrea contara con la posibilidad de un género neutro, que no es el
caso, no podría haberla utilizado, ya que este Dios no es una fuerza, un ello,
una cosa. Es una persona, y en el lenguaje humano es imposible hablar de una
persona mediante términos que no denoten género. Pero dado que era necesario
utilizar un género para describir a esta persona trascendente, ¿qué términos
debían usarse? El Pentateuco, así como el resto de la Biblia, emplea
exclusivamente pronombres y términos masculinos. ¿Por qué es esto así? Se suele
decir que es el resultado de una sociedad patriarcal, usando patriarcal en un
sentido totalmente peyorativo. Puesto que los hombres dirigían la sociedad,
construyeron arrogantemente a Dios a su propia imagen. Sin embargo, si nos
ponemos a pensar en ello nos daremos cuenta de que esta es una respuesta
demasiado fácil. De hecho, todas las sociedades del antiguo Oriente Próximo
eran patriarcales. Pese a ello, las demás sociedades normalmente atribuían un
gran poder y prestigio a las deidades femeninas. Es más, en muchas de ellas la
deidad más popular, tanto entre los hombres como entre las mujeres, era la
diosa madre o diosa de la fertilidad. Por lo tanto, explicar la elección de los
hebreos achacándola a un prejuicio social no sirve. Los israelitas no tenían
más prejuicios a favor de los varones que cualquiera de sus coetáneos. De
hecho, la comparación de su código legislativo con el de las naciones
circundantes da a entender que posiblemente tuvieran menos prejuicios en ese
sentido.
En ese caso, ¿por qué esa
terminología exclusivamente masculina para referirse a Dios? Parece probable
que esta sea la única alternativa que existe si se quieren conservar
simultáneamente la noción de persona y de trascendencia. Si bien la sexualidad
es un rasgo destacado en muchas de las divinidades masculinas del antiguo
Oriente Próximo, no ocurre así con todas ellas. Por otro lado, no es posible
encontrar ninguna deidad femenina en la que la sexualidad no sea la
característica más destacada. La sexualidad de las diosas subraya
constantemente su unión con la creación, tal vez debido a la unión que se da
entre madre e hijo. Si es importante hacer hincapié en la separación existente
entre Dios y la creación, entonces resulta imposible describirlo de otro modo
que no sea mediante términos masculinos. Sin embargo, esto no quiere decir que
la masculinidad sea de algún modo superior a la feminidad; se trata tan sólo de
un recurso para preservar tanto la trascendencia como la personalidad de Dios.
A Dios nunca se le describe con términos genitales, y nunca actúa sexualmente
como varón. Todo aquello que es bueno y verdadero de ambos géneros es un
reflejo del carácter y la naturaleza del único Dios.
2. Dios.
El concepto de Dios en el
Pentateuco muestra por todas partes el impacto de la doctrina de la
trascendencia. En contraste con los dioses a los que da lugar la cosmovisión de
la continuidad (lo divino, lo natural y lo humano coexisten en cada uno), a
esta deidad nunca se la describe en términos de identidad con ninguna cosa
creada. Él crea sin conflicto y según un plan preestablecido. Tiene un
propósito para la creación. Es suprasexual. No puede ser manipulado por la
magia simpática. Está motivado por un amor que no está manchado por el interés
propio. Es absolutamente fiable. Promulga un único estándar del bien y del mal
y él mismo se obliga a él. Se revela a sí mismo participando en acontecimientos
únicos, irrepetibles en el tiempo y en el espacio y a través de relaciones con
personas singulares en el tiempo y en el espacio.
2.1. Carácter.
El Pentateuco describe el
carácter de Dios como extraordinariamente constante. Esto no quiere decir que
siempre sea predecible. Nunca se le presenta como alguien que pueda ser
aprehendido por la mera razón humana. Desde el comienzo se muestra que en todo
momento hace honor a su palabra. Se puede depender de él. Solamente hay una
situación en la que cabe esperar que no cumpla su palabra: si anuncia la
destrucción a causa del pecado y se le da casi cualquier buena razón para
cambiar de opinión, lo hará de buena gana. La mejor de tales razones es el
arrepentimiento por parte del pecador, pero otra es la intercesión (Gn
18:16–33; Ex 32:11–14). Además, está claro que el Señor le concede mucha
importancia a las relaciones éticas entre las personas. De la misma manera que
es imposible manipularle a través del entorno, él tampoco trata de manipular a
su pueblo y no sanciona tales comportamientos entre ellos. Tiene un vehemente interés
por que las personas se traten bien entre ellas. Estas características de Dios
se describen mediante varios conceptos clave.
2.1.1. Santo.
El concepto de santidad
en el mundo antiguo no tenía nada de especial. Aunque el término no es
infrecuente en los demás idiomas semíticos, tampoco ocurre con especial
frecuencia. Describe aquello que distingue a lo divino, y que pertenece a lo
divino, de lo común u ordinario. No tiene ninguna connotación moral especial, y
no podría tenerla, ya que se aplica por igual a dioses generalmente caritativos
como El y a otros dioses tan predadores como Reshef (pestilencia).
Así pues, tiene más que
ver con cuestiones de esencia percibida que de carácter. Describe la otredad de
un dios. Sin embargo, hay un sentido en el que “santo” sí tiene implicaciones
para el carácter. Todo aquello que pertenece a una deidad concreta se espera
que comparta el carácter de ese dios o diosa. Por tanto, se esperaba que los
“hombres santos” o “mujeres santas” de los templos cananeos fueran sexualmente
promiscuos, igual que lo eran sus señores o señoras divinos (Dt 23:18 [Texto
Masorético 23:19]; cf. también Gn 38:21).
En el Pentateuco, la
situación que impera es bastante distinta. Sin duda, una de las instancias más
antiguas de “santo” pone el acento en la diferencia esencial que existe entre
lo divino y lo ordinario. Cuando Moisés se encontró a Dios en la zarza
ardiente, las primeras palabras de Dios a Moisés fueron que se quitara las
sandalias porque estaba sobre “tierra santa” (Ex 3:5). El polvo que había en
las suelas de las sandalias de Moisés era polvo corriente, mientras que la
presencia de Dios en la zarza había convertido inmediatamente el polvo que
había alrededor en algo que poseía otra calidad. También podría decirse que la
instancia en Éxodo 19:6 es similar al uso general cuando promete que los
hebreos llegarán a ser una nación santa si guardan la alianza de Dios. Esto es,
pertenecerán exclusivamente a Dios y serán capaces de ser utilizados únicamente
para sus propósitos. Pero la doctrina de la trascendencia cambia todo eso.
Solamente hay un ser en el universo que se pueda llamar propiamente “santo”. Es
así como se hace posible por primera vez describir la conducta “santa”: es la
conducta del único Santo.
¿Cuál es esa conducta?
Como ocurre con el resto de su teología, los israelitas lo aprendieron a través
del modelo encarnacional de la revelación. Cuando el pueblo de Israel entró en
alianza con Dios, se les instó a vivir de una determinada manera. Esta manera
abarcaba todas las áreas de la vida: religiosa, civil, social, medioambiental y
personal. ¿Por qué se le impusieron estas estipulaciones a Israel? Porque, como
sucedía con todos los tratados de vasallaje, las estipulaciones expresaban los
deseos del señor del pacto. Para relacionarse con este señor de la alianza uno
debía cumplir sus deseos. Pero la alianza bíblica lleva estos requisitos un
paso más allá de los meros deseos. Esto queda claro por la elaboración de la
alianza que aparece en el bloque de material que sigue al libro de la alianza
(Ex 20–24). Esa unidad se extiende desde Éxodo 25 hasta Números 9. La presente
división en libros oscurece la unidad, pero el estudio de las fechas que
aparecen en Éxodo 19:1; 40:1–2; Números 1:1; 9:1 y 10:11 deja claro que el
material que va de Éxodo 19 a Números 10 está pensado para leerse
conjuntamente. Cuando se hace esto, la prominencia del concepto de la santidad
queda bien patente. En las descripciones del tabernáculo, su amueblamiento y
servicio (Ex 25– 31; 35–40), el manual de sacrificios (Lv 1–9; 16) y el
denominado código de santidad (Lv 17–27), las palabras relacionadas con la
santidad aparecen más de doscientas veces.
Lo que sale a relucir
cuando se estudian estas palabras es que Dios está llamando a sus compañeros de
alianza a manifestar un determinado tipo de carácter en todas las áreas de la
vida porque ese es su carácter santo. Así que se espera que los israelitas honren
a sus padres porque el Señor es santo; se espera que tengan cuidado de la
reputación de su prójimo porque el Señor es santo; se espera que preserven la
santidad del sexo en el matrimonio heterosexual porque Dios es santo. En
resumen, al haberse convertido en compañeros de un Dios santo, no sólo le
pertenecen exclusivamente a él, sino que también se espera de ellos que vivan
vidas acordes con su carácter. La declaración más sucinta de este punto se
encuentra en Levítico 22:31– 33:
Guardad, pues, mis mandamientos,
y cumplidlos. Yo El Señor. Y no profanéis mi santo nombre, para que yo sea
santificado en medio de los hijos de Israel. Yo El Señor que os santifico, que
os saqué de la tierra de Egipto, para ser vuestro Dios. Yo El Señor.
Por tanto los israelitas
aprendieron que “santo” no describe simplemente la esencia de la deidad, sino
también el carácter de la deidad. Y como sólo hay un ser santo,
consecuentemente sólo hay un carácter santo. Y pese a que nosotros los humanos
no podamos compartir esa esencia, sí podemos compartir ese carácter, y de hecho
se espera que lo hagamos, aunque no es tan sencillo como los israelitas
pensaron que sería al principio. En el proceso de tratar de mostrar el carácter
santo de Dios, los hebreos aprendieron mucho sobre su propio carácter.
2.1.2. Amor constante.
Lo más significativo que
aprendieron los israelitas acerca del carácter santo de Dios es que es “amor
constante”. Igual que “santo” es una palabra semítica que dice bien poco y a la
que el Pentateuco le confiere un valor destacado, así ocurre también con la
palabra traducida aquí como “amor constante”. Se trata de la palabra hebrea ḥesed.
Hasta el momento no se conoce que la raíz haya sido utilizada en la literatura
del antiguo Oriente Próximo fuera de la Biblia Hebrea, mientras que en ese
cuerpo literario ḥesed y los términos afines aparecen casi 275 veces. Aunque la
palabra en sí solamente se encuentra unas veinte ocasiones en el Pentateuco, el
concepto está claramente enraizado allí. N. Glueck sostuvo que el término tenía
un significado especial relacionado con la alianza. Estudios más recientes de
F. I. Andersen y K. D. Sakenfeld han mostrado que su significado tiene una base
más amplia que la que Glueck reconoció. Habla de un favor que se le hace a
alguien que no tiene derecho a recibir ese favor por parte de alguien que no
tiene porqué hacer ese favor. Como tal, no hay una única palabra castellana que
capte todas esas connotaciones. En contextos distintos las traducciones pueden
ir desde “bondad” hasta “misericordia”.
Esta faceta del carácter
de Dios aparece con mucha claridad en el Pentateuco. Lot pudo testificar que
esta era la única razón por la que pudo escapar de Sodoma (Gn 19:19). Jacob
admitió que esta era la única razón por la que escapó del maquinador Labán (Gn
32:10). José pudo sobrevivir a todas las traiciones humanas de las que fue
objeto gracias al ḥesed de Dios. Pero incluso antes de estas instancias
verbales, el ḥesed de Dios se había puesto de manifiesto. Por esta razón Adán y
Eva no fueron simplemente destruidos allí mismo, ni la raza humana fue
totalmente eliminada en el diluvio. Este es el motivo por el que Dios se acercó
a Abraham con promesas completamente inmerecidas y continuó guardando esas
promesas en las generaciones sucesivas. Moisés supo esto cuando declaró en el
cántico del Mar (Ex 15:1–18) que era sólo como consecuencia del “amor
constante” que el Señor había hecho pasar a su pueblo a través del mar y los
había puesto en el camino hacia la Tierra Prometida (Ex 15:13). Más adelante Moisés
observó que Dios guarda su ḥesed con miles de aquellos que le aman (Ex 20:6), y
en Deuteronomio 7:9 aclaró que quería decir miles de generaciones.
Pero en ningún otro lugar
se aprecia con mayor nitidez este aspecto del carácter santo de Dios que en el
incidente del becerro de oro (Ex 32–34). En el mismo momento en que Dios estaba
dando instrucciones por las que el pueblo podría contar con su presencia en
medio suyo, ellos sucumbían a sus temores y se apresuraban a suplir sus
necesidades por sí mismos. Como resultado, rompieron el juramento de sangre que
habían hecho tan sólo unas pocas semanas antes, en el que invocaban la muerte
sobre ellos si incumplían la alianza (Ex 24:8). Por una cuestión de simple
justicia, Dios estaba obligado a destruirlos. Pero de hecho invitó a Moisés a
interceder por ellos diciendo que los destruiría si Moisés “le dejaba” (Ex
32:10). En realidad Moisés no iba a hacer eso, así que le recordó a Dios que él
se había obligado a sí mismo en las promesas realizadas a Abraham y a sus
descendientes. No se necesita nada más para hacer que Dios no ejecute su
justicia (Ex 32:13–14). (Aunque es verdad que algunos de los que parecían ser
los cabecillas fueron muertos por los levitas siguiendo órdenes de Moisés, no
deja de ser cierto que el conjunto de la nación se libró cuando en justicia
debería haber sido destruida). La conclusión de la experiencia fue que Moisés
recibió una revelación de Dios en la que se hizo explícito lo que Moisés había
deducido. Este es el pasaje de Éxodo 34:6–7, que se ha citado anteriormente.
Este pasaje es citado o aludido al menos media docena de veces en otras partes
posteriores del AT, lo que demuestra que se convirtió en la interpretación
fundacional del Dios del Israel. Como tal, puede que tenga más derecho a denominarse
el credo de Israel que Deuteronomio 26:5–9, como hizo von Rad. La afirmación
inicial declara que el Señor es un Dios misericordioso y compasivo y luego
continúa explicando ese apelativo con dos características, una negativa y otra
positiva. Por un lado, Dios no se aíra fácilmente; por otro, está lleno de ḥesed
y “verdad”. En contraste con los demás dioses del mundo antiguo, este Dios se
caracteriza por su abnegada fidelidad para con su pueblo, que resulta
inexplicable en términos de cualquier analogía con características de este
mundo. No se trataba simplemente del sacrificio de una madre por sus hijos o de
la abnegación de un padre por ellos. Era algo que describía la esencia misma
del ser divino.
2.1.3. Verdad.
Otro rasgo del carácter
de Dios, y que a menudo aparece acompañado por ḥesed, es la verdad, o
fidelidad. La raíz hebrea es ’āman, “ser estable, fiable, seguro”. El derivado
nominal/adjetival es ’emet, “verdadero, verdad”. En lo que insiste el
Pentateuco es en que este Dios es fiel a su pueblo de un modo insólito. Es fiel
a las promesas de su alianza mucho antes de que tenga ninguna obligación legal
de serlo. También es fiel a las promesas que no tienen base legal, como las
realizadas a Abraham. Es a esta verdad a la que apeló Moisés en Éxodo 32 cuando
declaró que Dios no podía destruir a los israelitas incluso a pesar de que
habían hecho recaer las maldiciones del pacto sobre sí mismos. Dios le había
prometido a Abraham una nación, y Dios, siendo quien es, no podía romper la
promesa. Él también es fiel a sus declaraciones acerca de los resultados del
pecado. La serpiente podrá decir que Dios mintió cuando dijo que comer del
árbol traería como consecuencia la muerte, pero los autores del Pentateuco
demuestran que la declaración de Dios era totalmente fiable. Esta idea de la
verdad de God tiene unas implicaciones muy importantes. Si el único Creador del
universo, el Trascendente, es absolutamente fiable, absolutamente fiel a su
mundo, entonces comienza a ser posible pensar en aquello que es verdadero más
allá del deseo o la percepción de cualquier criatura. Aquí se asientan las
bases del concepto de la verdad objetiva.
2.1.4. Justo.
Una tercera expresión del
carácter santo de Dios es su conducta sistemáticamente “justa”. En el
Pentateuco se utilizan dos raíces hebreas para expresar esta idea. La más
frecuente de las dos es šāpaṭ, “gobernar, ordenar”. A Dios se le describe como
aquel que gobierna su creación de una manera “recta”, es decir, una manera que
está en sintonía con la naturaleza de las criaturas que están siendo
gobernadas. Por tanto, las “ordenanzas” (mišpāṭîm) de Dios siempre son la forma
correcta de vivir para las personas. Él no les manda hacer cosas que no son
correctas. La segunda raíz es ṣdq, que la mayoría de las veces aparecen en sus
formas nominales/adjetivales ṣaddîq, ṣedeq y ṣ edāqâ, “recto, justo, justicia”.
En Génesis 18 se expresa el concepto mediante una pregunta retórica: “El Juez
de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo [mišpāṭ]?” (Gn 18:25). Este
es un ejemplo particularmente instructivo de este concepto. ¿Qué era correcto o
lo justo en el caso de Sodoma y Gomorra? Si solamente un puñado de personas en
estas dos grandes ciudades no se hubiera corrompido en su manera de vivir, ¿no
hubiera sido lo “correcto” destruir las ciudades a causa de los pecados de la
mayoría del pueblo? Claramente no era así, ya que Dios se quedó delante de
Abraham como una invitación a que éste intercediera en nombre de los pocos
fieles. Lo correcto, o lo justo, para este Dios era salvar a muchos por amor a
unos pocos. Dios hará indefectiblemente lo justo, y lo justo siempre caerá del
lado de la misericordia.
Otra expresión de esta
característica de Dios en la Torá la podemos ver en Deuteronomio 32:4, donde en
el cántico de Moisés se comparan favorablemente la justicia intachable
(perfecta) y la rectitud del comportamiento de Dios con la conducta perversa y
torcida de los seres humanos (Dt 32:5). En el paganismo, los dioses son
simplemente versiones a gran escala de la humanidad, tanto más justos como más
perversos que los humanos. Así pues, los dioses se hacen a imagen de los
humanos. Pero la Torá insiste en que Dios no comparte todas las características
de los seres humanos. Los humanos fueron hechos a su imagen, pero han abandonado
esa imagen porque rehusaron estar sujetos a él.
2.1.5. Pureza. La
idea de la pureza de Dios va estrechamente ligada a la idea de su unidad
esencial. El Pentateuco se toma muchas molestias para dejar sentado el hecho de
que lo divino no se puede subdividir ni en carácter ni en identidad. Dios no es
parcialmente verdadero y parcialmente engañoso; no es parte dadivoso y en parte
cruel; no es en parte trascendente y en parte continuo. Él no es parcialmente
puro (constructivo) y parcialmente impuro (destructivo). Al mismo tiempo, es
indudablemente importante que los humanos aprendan que solamente aquello que
procede de Dios y de su plan creativo es puro. Todo lo impuro que hay en el
mundo es lo que está en rebeldía contra Dios y sus planes. No se trata de un
dualismo implícito en el que las fuerzas positivas y negativas existen
eternamente en el cosmos y cada una de ellas tiene una esencia real en sí
misma. Al contrario, el Pentateuco trata lo impuro simplemente como una
negación, una ausencia. Sólo Dios existe en sí mismo y es eterno, y es
completamente bueno, completamente puro.
La importancia de esta
idea en el Pentateuco se puede ver en el número de estipulaciones de la alianza
que están dedicadas a enseñar sobre este tema. Muchas de ellas suenan extrañas
a los lectores modernos, cuyas ideas sobre la pureza son físicas casi en su
totalidad. Es una novedad que la muerte y todas las cosas asociadas con ella
(como las águilas ratoneras, el marisco [que vive en el fondo marino, donde se
filtra la muerte] y los cerdos [que comen de todo, incluida la carroña])
pudieran ser impuras porque la muerte es la negación definitiva del plan
creador de Dios. Asimismo, nos resulta difícil captar que el dualismo es una
idea tan peligrosa que a los hebreos se les exigía que simbolizaran su rechazo
al mismo rechazando llevar ropa hecha con dos o más tipos de tela.
2.2. Papeles. Como ha señalado W.
Brueggemann, el idioma hebreo es una lengua de acción, con formas verbales que
definen la perspectiva y el enfoque básico del idioma. Así pues, no es de
extrañar que la comprensión de Dios en el Pentateuco se exprese en términos de
lo que hace además de lo que es. Es posible identificar al menos cuatro papeles
destacados que se le atribuyen a Dios en este bloque de material: Creador,
Soberano, Padre, Redentor y Juez.
2.2.1. Creador. El rol de Dios como único
Creador del universo se establece desde el comienzo del Pentateuco. No hay
ningún caos preexistente desde el cual emerja, ni es fruto de la creación de
otros dioses anteriores para que resuelva un problema que ellos no pueden
solucionar. Él existe solo y crea únicamente como una expresión de su propio
plan y propósito. La frase recurrente “era bueno” en Génesis 1 demuestra este
punto. Está claro que no se trata de una declaración de que la creación era
moralmente buena. Más bien, lo que viene a decir es que el resultado era acorde
con lo que el artista había previsto antes de que hubiera comenzado la obra de
la creación en sí. Como se ha dicho antes, el hecho de que la creación existió
por su palabra deja bien sentado que la creación no es ni una efusión ni una
emanación del Creador. Existe una clara distinción entre el Creador y lo
creado. Dios creó de una manera ordenada y progresiva, siendo su propósito
último la creación de los seres humanos, a los que podría investir con
responsabilidad en la creación, sobre los que podría derramar su bendición y
con los que podría tener comunión. Dada la naturaleza personal de Dios, no
resulta sorprendente que las personas humanas fueran a ser la máxima expresión
de su propósito creativo.
En contraste con otras
historias del antiguo Oriente Próximo sobre los orígenes del cosmos, la
sexualidad no juega ningún papel en la creación. Dios no produce nada a través
de la actividad sexual. Aquí vemos, nuevamente, una evidencia de la
trascendencia. El hecho de que el sexo sea una parte del cosmos, como reconoce
claramente la Biblia (“varón y hembra los creó” [Gn 1:27]), no significa que
forme parte de la realidad última. De cualquier teología que sea fruto de la
especulación sobre el cosmos siempre se puede esperar que considere la
sexualidad como el centro de la existencia. El Pentateuco no hace eso.
Una situación parecida se
da con respecto al conflicto. Casi todas las demás historias sobre los orígenes
que hay en el mundo afirman que la creación fue el resultado de una lucha
cósmica entre fuerzas constructivas de la vida tal como la conocemos y fuerzas
destructivas de la misma (y casi siempre se define al “bien” y al “mal” en
tales términos). No ocurre lo mismo en Génesis. No hay ningún conflicto en
absoluto en ninguna de las versiones de la historia de la creación que
encontramos allí. Dios crea todas las cosas en serena armonía. No hay oposición
a él. Todas las cosas existen únicamente como expresión de su voluntad. No
existe un principio cósmico del mal que se oponga a sus propósitos creativos.
El conflicto tan sólo entra en el mundo después de haberse completado la
creación, y no es fruto de algún principio cósmico destructivo que se oponga a
la vida, sino del rechazo por parte de los humanos a sujetarse a la autoridad
del Creador. Una vez más, si la realidad divina se construye a partir del mundo
que conocemos, entonces el conflicto debe formar parte de esa realidad, ya que
es parte de toda nuestra experiencia. El Pentateuco da pruebas de haber llegado
a su teología por un camino distinto.
2.2.2. Soberano. Aunque nunca se aplica
el nombre de “rey” a Dios en el Pentateuco (cf. Ex 15:18), el término Señor sí
se aplica habitualmente (aparte el uso eufemístico de ’adonay en lugar del
nombre divino, e.g., ’ādōn: Ex 23:17; 34:23; Dt 10:17; ’ădōnāy: Gn 15:2, 8;
18:3, 27, 30–32; 20:4; Ex 4:10, 13; 5:22; 34:9; Nm 14:17; Dt 3:24; 9:26). La
mayoría de los usos de ’ădōnāy se producen en apelaciones directas en las que
el hablante es plenamente consciente del temible poder de Dios y le suplica que
haga algo. Las incidencias en Génesis 18 son especialmente interesantes porque
es cuando Abraham intercede vacilante en favor de los justos de Sodoma y
Gomorra. El Dios que puede reducir las dos ciudades a cenizas con una palabra
no es alguien con quien se pueda jugar. Encontramos ejemplos similares en Éxodo
3, donde Moisés está buscando excusas para eludir el llamamiento del Soberano
para que vaya a Egipto. La declaración más inclusiva de la soberanía de Dios se
halla en Deuteronomio 10:17, donde a Yahvé se le llama “Dios de dioses, y Señor
de señores”—él es el Dios y el señor de toda la tierra.
Pero incluso aparte de
estos términos concretos, está claro que el Pentateuco considera que Dios es el
rey absoluto de la tierra. En ningún otro lugar se afirma de una manera tan
vívida como en Éxodo 7–12, en el relato de las plagas. Lo que Dios decretó
sucedió a pesar del rey más grande de la tierra en aquella época, y a pesar de
todos los dioses de Egipto (cf. Ex 18:10–11). Por tanto Moisés concluyó su cántico
de alabanza diciendo: “El Señor reinará eternamente y para siempre” (Ex 15:18).
Asimismo, el relato de la creación describe a un Dios que no tiene rival a la
hora de hacer su voluntad. Finalmente, la aceptación de la alianza por parte de
Israel implica el reconocimiento de la absoluta soberanía de Dios en su vida.
Israel estaba reconociendo que Dios tenía el derecho de promulgar mandamientos,
decretos y estatutos sobre ellos. Sólo él tenía el derecho de determinar lo que
era un comportamiento aceptable y lo que resultaba inaceptable. Esta soberanía
nunca es cuestionada con éxito en el Pentateuco. Nadie es capaz de enfrentarse
a Dios, sea rey (Faraón, Sehón, Og), profeta (Balaam), sacerdote (Coré) o mago
(sacerdotes de Egipto).
Pero esta soberanía no se
expresa simplemente forzando al pueblo a hacer la voluntad de Dios. Es mucho
más grande que eso. El texto nunca da a entender que Dios quisiera que los
hermanos de José o la esposa de Potifar pecaran contra José para que así él
pudiera maniobrar y hacer que José alcanzara una posición de poder. Más bien,
la soberanía de Dios es lo suficientemente grande como para poder utilizar
incluso las decisiones pecaminosas para lograr sus propósitos. En el caso de
faraón, está bastante claro que Dios no endureció el corazón de Faraón en
contra de la propia voluntad de éste. Faraón no era un hombre gentil y
bondadoso que repentinamente fue convertido en un tirano insensible por un Dios
igualmente insensible. Mucho antes de que se diga nada de que Dios endureció el
corazón de Faraón, el rey de Egipto había ordenado cínicamente la esclavitud y
el infanticidio para Israel. Lo que Dios hizo fue demostrar que este hombre que
se consideraba a sí mismo gobernador del mundo, no era libre. Era prisionero de
sus anteriores decisiones porque esta es la clase de mundo que el Dios soberano
creó (cf. Ex 3:19; 7:22; 8:15 [Texto Masorético 8:11]; 9:12). La soberanía de
Dios a pesar de las decisiones pecaminosas también quedó demostrada cuando los
israelitas rehusaron confiar en Dios y entrar en la tierra en Cades-barnea (Nm
14). Dios no les obligó a tomar esta decisión, pero tampoco se frustró su
promesa a Abraham y a todos sus descendientes. Dios iba a encontrar otra manera
de cumplir esa promesa a través de una segunda generación que decidiría creer.
2.2.3. Padre. Se ha dicho
anteriormente que la contribución más singular del AT al pensamiento humano es
que el Trascendente es una persona. Aunque el término en sí “padre” se le
aplica a Dios una sola vez en el Pentateuco (Dt 32:6), el concepto de alguien
que se ocupa personalmente de sus hijos es muy evidente en todo este material.
Puede ser que el término no se utilizara más debido a las connotaciones
negativas que tenía en un contexto pagano. Allí, “padre” se limitaba
básicamente a “el que engendra”. Dado que esta idea es muy contraria a la
comprensión que tiene el Pentateuco de la creación, puede que se tomara la
decisión consciente de no emplear el término. Pero inmediatamente, en Génesis
2, cuando se dice que Dios caminaba por el jardín con Adán y Eva, se hace
difícil evitar la imagen de un padre y sus hijos compartiendo un tiempo juntos.
Asimismo, la respuesta de Dios al pecado de Adán y Eva fue de pesar y dolor
personal, no de calmada sentencia judicial. Las relaciones de Dios con Abraham
y Sara eran íntimamente personales. Trató con ellos en un plano personal, en
relaciones dialógicas, no monológicas.
Se nos dice finalmente
que el propósito de Dios en todo esto era crear un pueblo para sí como su
posesión o tesoro especial (Ex 6:7; Dt 4:20; 29:13 [Texto Masorético 29:12]).
Aquí no estamos ante una participación imparcial en aras de algún tipo de
propósito salvífico abstracto. Dios está creando una familia, no a través de la
manipulación sexual del cosmos, sino arriesgándose al rechazo cuando invita a
las personas a que libremente escojan mantener una relación con él. Por tanto,
tenemos un Dios que se interesa apasionadamente por lo que le ocurre a su
pueblo. Los ama con pasión y se enfurece ardientemente contra ellos cuando
escogen caminos que les apartan de él y conducen a su propia destrucción. Es
celoso por ellos (Dt 32:16, 21), y es un padre que anhela lo mejor para sus
hijos. La mayor parte de la porción central del Pentateuco (Ex 19–Nm 10) gira
en torno a cómo la presencia (lit. “el rostro”) y la gloria de Dios pueden
estar en medio de su pueblo sin destruirlos. Una de las partes más dolorosas se
encuentra en Éxodo 33, que cuenta que Dios le dijo a Moisés que tomara al
pueblo y continuara marchando hacia la Tierra Prometida sin él—a la luz de la
rebelión que se había declarado en el incidente del becerro de oro, era
probable que el pueblo fuera a hacer algo que provocara que el “rostro” de Dios
los destruyera. Dios mantendría la promesa que les había hecho, pero
renunciaría a su propio deseo de vivir entre ellos. Pero Moisés, con la
sensibilidad teológica y espiritual que había llegado a caracterizarle, explicó
que la tierra sin la presencia de Dios no valdría la pena y que él y el pueblo
se quedarían donde estaban. La necesidad fundamental del pueblo no era la
liberación de la esclavitud o la posesión de una tierra, sino una relación cara
a cara con el Dios personal y paternal.
2.2.4. Redentor. Si Dios es en verdad
Creador, Soberano y Padre, y sus criaturas se rebelan contra él, debe encontrar
una forma que les permita restablecer la comunión con él. No sería posible que
él simplemente les diera la espalda y los aniquilara. Esto ya se aprecia en las
primeras páginas de Génesis. Fue por la misericordia de Dios que Adán y Eva no murieron
al instante. Antes bien, Dios prolongó sus vidas para que ellos y su progenie
no acabaran sus vidas como rebeldes. Lo mismo sucede en la historia del
diluvio. A diferencia de la versión sumeria de la historia, el Dios de Génesis
buscó deliberadamente a una persona a través de la cual pudiera continuar la
descendencia humana. Y cuando una humanidad arrogante que quería bajar a Dios a
su nivel hubo de ser esparcida en confusión, fue Dios quien buscó a Abraham y
Sara para que a través de ellos la bendición planeada para los seres humanos
(Gn 1:28) pudiera todavía ser suya. Este patrón continúa a través del resto de
Génesis. Es Dios el que continuamente hace los primeros intentos de
acercamiento al pueblo con el propósito de poner su bendición al alcance de la
raza humana. Este mismo patrón continúa en Éxodo. Se cuenta en Éxodo 2:23 que
el pueblo clamó por su liberación de la esclavitud y que Dios los escuchó. Pero
de hecho este relato se encuentra al final del capítulo que narra cómo Dios
preparó providencialmente un libertador. Una vez más el autor nos dice que
antes de que oremos, el Dios Redentor ya ha comenzado a responder. La redención
siempre se inicia en el corazón del creador personal y soberano.
Pero una cosa es que una
persona quiera redimir y otra muy distinta que esa persona sea capaz de
redimir. Es aquí donde la soberanía del Creador entra en juego. No hay ningún
poder en el cosmos que pueda evitar que Dios redima a aquellos que se vuelven a
él en confianza, fe y obediencia. Esta es la carga del libro del Éxodo: Dios no
sólo quiere redimir a la raza humana; nada puede impedirle hacerlo excepto la
continua rebelión por parte de los humanos. Esta idea persiste en Levítico y
Números. Dios puede encontrar una manera de que los humanos corrompidos por el
pecado que desean tener una relación con él puedan hacerlo. Pero aquellos como
Nadab y Abiú (Lv 10:1–7) que rehúsan someterse al Soberano y que insisten en
acercarse a él a su manera se encuentran con que la redención es imposible. Lo
mismo ocurrió con la generación del desierto, especialmente representada por
Coré y Datán (Nm 16). Los gigantes de Canaán no podían haber impedido que Dios
hiciera recaer la bendición prometida sobre su pueblo, pero la permanente
rebelión sí. Por tanto, en Deuteronomio una de las características destacadas
de esta segunda entrega de la ley es la teología de la obediencia, que aparece
entre el Decálogo en Deuteronomio 5 y los ejemplos prácticos en Deuteronomio
12–26. Moisés se toma mucho interés en mostrar que la sumisión y la obediencia
son los resultados apropiados al recordar la fidelidad de Dios, el temor ante
el poder y la justicia de Dios y el amor en respuesta al increíble amor de
Dios. En resumen, Moisés trata de mostrar que a la vista de la redención que
Dios ha demostrado, la permanente rebelión no sólo resultaría desastrosa sino
también estúpida.
2.2.5. Juez. Pero si Dios es un
redentor, que actúa llevado por un corazón paternal para cumplir su propósito
soberano y creativo, también es el Juez que hace cumplir los efectos que siguen
a las decisiones tomadas por los seres humanos. Esta es la enseñanza de la
revelación en Éxodo 34:7: Dios perdona “la iniquidad, la rebelión y el pecado;
pero que no deja sin castigo al culpable” (NVI). La cuestión es que si bien a Dios
le agrada restaurar al pecador a una relación con él, esto no debería hacerle
pensar a nadie que puede pecar con impunidad, contando con la gracia de Dios.
El pecado tiene consecuencias en el orden de la creación que se producen aunque
se conceda el perdón. Si Dios lo hiciera de otro modo, estaría destruyendo el
orden que él mismo puso en la creación.
Como se ha mencionado
antes, la raíz hebrea špṭ implica mucho más que el mero procedimiento legal que
dan a entender las traducciones castellanas “juez”, “juzgar”, “juicio” y
“justicia”. Connota ese orden correcto de las cosas que hace posible la vida
humana. Uno de los descriptores recurrentes de las estipulaciones de la alianza
es “juicios” (mišpāṭîm). Una traducción más exacta podría ser “normas”. En ellas
se expresa el orden bajo el cual se hizo vivir a los humanos, y que, en caso de
traspasarse, trae como consecuencia la disminución de la plena realización del
potencial humano. Así que las personas a las que se llama šōpĕtîm (“jueces”) en
el AT eran mucho más que funcionarios legales. Es posible que tomaran
decisiones en disputas, pero estaban mucho más involucrados en el mantenimiento
del orden creado por Dios en los asuntos humanos. Esto implicaba acciones
militares así como administrativas y de gobierno. Por tanto, el Pentateuco
considera a Dios como el šōpēṭ arquetípico. el pecado no es simplemente una
ofensa contra la voluntad de Dios; es mucho más una ofensa contra el orden de
la creación, de modo que Dios no puede permitir que pase sin ser tratado. Si
bien el Pentateuco a menudo presenta a Dios como el que hace recaer
directamente los efectos de las decisiones humanas sobre las personas, también
es cierto que los efectos indirectos forman igualmente parte de la actividad
reguladora de Dios. Así, es verdad que los hijos sufren las consecuencias de
los pecados de sus padres, pero no porque Dios decida rencorosamente que
deberían sufrir, sino porque este es el resultado de este mundo de causa y
efecto. Dios hace posible que evitemos uno de los efectos de nuestro pecado, el
extrañamiento en relación a él, a través de la expiación (Lv 1–9; 16). Pero
como Juez del universo debe llevar a cabo los efectos físicos de nuestro pecado
o de lo contrario se destruiría el orden del universo. Del mismo modo, si las personas
persisten en su rebelión, no tiene otra opción que hacer recaer el castigo
sobre ellos. Nuevamente, puesto que Dios no es simplemente una “fuerza”, el
Pentateuco frecuentemente representa este juicio como una expresión de la ira
de Dios. Es debido a que se trata de una persona que nos creó en amor para
tener comunión con él que su respuesta a nuestra autodestrucción no es un
desinterés frío y judicial. Su ira es el complemento necesario de su amor.
3. El mundo.
Como ya se ha mencionado
antes, la Torá considera que el mundo es distinto del Creador del mundo. Es una
creación, una cosa totalmente nueva. Por tanto, la manipulación del mundo no
tiene efecto alguno sobre Dios. Antes bien, el mundo está totalmente sujeto a
la voluntad de Dios. Él puede intervenir en sus procesos cuando y como quiera,
aunque normalmente decide dejar que esos procesos continúen al riTexto
Masoreticoo y en la medida que originalmente planeó. Como creación que es,
tiene su propia realidad. No es un reflejo de una realidad fundamental. Es la
propia realidad. Así que lo que tiene lugar aquí no es el resultado de acciones
llevadas a cabo en el mundo invisible “real”. Aquí es posible el libre albedrío
con efectos pertinentes y fáciles de ver que son fruto de esas decisiones. En
su expresión original, el mundo era completamente bueno. Esto es, se
correspondía plenamente con el diseño original del Creador. Al igual que los
seres humanos, el mundo físico se ha visto afectado por el pecado humano, pero
esto no ha destruido totalmente su capacidad de revelar lo que Dios había
planeado hacer en él. Ahora es un lugar de frustración en el trabajo y de dolor
en las relaciones humanas, aunque todavía es posible que los humanos
experimenten en cierta medida el placer y la satisfacción que Dios quiso que
proporcionara. Pero solamente puede aportar eso si es mantenido y cuidado bajo
el cuidado de los seres humanos tal como Dios ordena.
4. La humanidad.
Los seres humanos son la
cúspide de la creación. No son una ocurrencia tardía creada para proveer para
las necesidades de los dioses, como en la historia babilonia de los orígenes,
Enuma Elish, ni son esclavos de los dioses creados para realizar las tareas
desagradables que los dioses no deseen llevar a cabo, como en algunas historias
egipcias. Más bien, los humanos son socios de Dios en el mantenimiento y
cultivo del mundo. Como tales, los humanos son seres de un orden distinto al
del resto de la creación. Son un orden separado de la creación, que trasciende
al resto del mundo, del mismo modo que Dios trasciende a toda la creación.
Estos dos aspectos los expresa de forma concreta Génesis 2, cuando Dios deja
que Adán ponga nombre a los animales, estableciendo así simbólicamente su
naturaleza. Adán comparte con Dios la tarea de gobernar el mundo de la
naturaleza y es alguien separado de ella.
Los seres humanos están
hechos a imagen de Dios. Aunque el Pentateuco no especifica en ningún lugar qué
significa exactamente eso, parece claro que al menos incluye la naturaleza
personal de Dios y una capacidad para relacionarse con él. Algunos han sugerido
que también incluye al autoconciencia, la capacidad de trascender a uno mismo.
Pero esto sólo se puede deducir. Los humanos están diferenciados sexualmente, y
nada indica que esta diferenciación no fuera algo previsto desde el principio.
No encontramos nuestra verdadera identidad en el egocentrismo, sino en la
comunión con otros y en darnos a los demás. Los humanos se han pervertido como
resultado de la rebelión. En su intento por convertirse en seres moralmente
autosuficientes, nuestros primeros padres se apartaron de la relación de
dependencia con Dios para la que había sido hecho, y provocaron un daño
irreparable a la raza humana a corto plazo. En ningún lugar se dice esto más
claramente que en Génesis 6:5: “toda intención de los pensamientos de su
corazón era sólo [hacer] siempre el mal” (LBLA). Este mismo pensamiento aparece
otra vez en Génesis 8:21 y Deuteronomio 31:21. Ha ocurrido algo en la manera
misma que tenemos de formar nuestros pensamientos e ideas, de manera que
tenemos una resistencia innata a la autoridad, un deseo irrefrenable por poseer
y un temor de que otras personas nos priven de nuestras querencias. La prueba
de estas características se encuentra a lo largo de todo el Pentateuco, desde
Caín a Coré y Datán, y Moisés supone que continuará en su cántico en
Deuteronomio 32, que está compuesto explícitamente como testimonio contra el
pueblo cuando éste se vuelva contra Dios en el futuro (Dt 29:24–29). No obstante,
el Pentateuco declara que los humanos se pueden redimir si siguen el modelo de
Abraham y Moisés, confiando en el amor de Dios, creyendo en lo que dice acerca
del camino de la redención y obedeciendo sus mandamientos.
5. El pecado.
El pecado se entiende
como cualquier ofensa contra la vida tal como Dios la planeó. Consiste en errar
el blanco que Dios diseñó para la humanidad, sea intencionada o
involuntariamente (ḥaṭṭā‘t, “pecado”); es la expresión de un retorcimiento
interior (‘āwōn, “iniquidad”, “culpa”); es, por último, sobrepasar los límites
que Dios ha establecido para la humanidad (peša‘, “transgresión”, “rebelión”).
En el paganismo, las ofensas contra los dioses se limitaban mayormente a
traspasar, a menudo de forma inconsciente, alguna de las áreas de la vida que
los dioses habían reservado para ellos. Este no es el caso en el Pentateuco.
Aunque se presta considerable atención a la manera de afrontar los efectos del
pecado no intencionado (cf. Lv 1–7; 16), se deja claro desde el principio que la
característica distintiva de la conducta humana que los separa de su Creador es
la desobediencia deliberada de su voluntad claramente expresada (Gn 2–3). En
concreto, es el intento de definir por uno mismo lo que es “bueno” y lo que es
“malo”. Se trata de rehusar admitir la trascendencia. Los humanos serán Dios en
sus vidas (cf. Nm 15:30– 36). El resultado es el que se ha analizado antes: una
forma de pensar pervertida en la que, en cualquier tema, las personas tienden a
alejarse de la sumisión a Dios y la obediencia a su voluntad. Ya no hace falta
que nadie les diga, como le ocurrió a Eva, que no se puede confiar en Dios. Los
seres humanos lo creen de manera instintiva. Por tanto el Pentateuco presenta
la asombrosa y demasiado familiar escena de personas que han experimentado el
cuidado paternal de Dios por ellos una y otra vez pero que están convencidas de
que en cada nueva crisis Dios quiere hacerles daño. Como consecuencia de esta
condición, la humanidad ha caído en la oscuridad teológica, ignorando los propósitos
y los caminos de Dios, con el consiguiente resultado de que incluso cuando se
les da la posibilidad de no transgredir intencionadamente los caminos de Dios,
constantemente se quedan por debajo del ideal y se convierten en
espiritualmente impuros. El pecado no se ha convertido meramente en
determinadas acciones, sino en una actitud hacia Dios. El Pentateuco aborda
todas estas condiciones de una manera muy concreta y también muy profunda.
6. La salvación.
Desde su mismo inicio el
Pentateuco se dedica a la solución del problema del pecado. ¿Cómo pueden los
seres humanos volver a tener comunión con Dios y recibir así las bendiciones
para las que fueron originalmente creados? Desde un punto de vista, el relato
del diluvio sirve para mostrar lo que no va a funcionar. Los efectos del pecado
han calado tanto en la naturaleza humana que incluso si se preservara a las
personas vivas que mejor se comportan y se destruyera al resto, el pecado como
actitud seguiría levantando su fea cabeza (Gn 9:20– 23). De alguna manera
habría que afrontar el pecado en un plano distinto. Debía haber una actitud de
cambio antes de que pudiera darse un cambio de conducta. Y en todo esto era
necesario que hubiese algún modo para que los humanos volvieran a entrar en la
presencia de Dios, sin la cual la vida es sólo existencia.
Para abordar estas
cuestiones Dios comenzó por el principio. Adán y Eva desobedecieron a Dios
porque no creyeron que lo que él había dicho fuera a ocurrirles a ellos si
desobedecían. Y no creyeron su palabra porque se habían convencido de que no
podían confiar en que él fuera a proveer para sus necesidades más básicas
(física—comida; estética—belleza; intelectual—sabiduría). Así que Dios empezó
con otra pareja, mostrándoles su absoluta fiabilidad. Se ocupó de sus
necesidades más básicas (lugar, progenie, posteridad) y prometió proveerles de
todo esto si ellos le permitían que lo hiciera.
Una vez establecida la
fiabilidad de Dios, a Abraham se le concedió la oportunidad de creer en una
promesa francamente increíble. Cuando Abraham hubo pasado esta prueba (tras
algunos desvíos a lo largo del camino), estaba preparado para la prueba final,
la de la obediencia. Una vez más la pasó con nota. Este patrón se desarrolla
dos veces más en el libro del Génesis, en las historias de Jacob y José. De
este modo se restablece el paradigma para experimentar la bendición de Dios.
Pero no sólo se restaura el paradigma; en la obediencia de los patriarcas se
levanta una plataforma sobre la cual se pueden abordar tanto los resultados
como la esencia del pecado. Un Dios justo no puede simplemente ignorar los
resultados del pecado en el mundo, y un Dios de amor no puede dejar que la
naturaleza contagiosa del pecado continúe contaminando a la raza humana. Así
pues, las narraciones patriarcales son medios, no fines. Preparan el terreno
para algo que va más allá de sí mismos: la alianza.
6.1. Alianza. Ya se introdujo el
concepto de alianza en el relato de Noé. Dios se comprometió solemnemente a no
destruir el mundo con agua nunca más. Este tipo de autolimitación voluntaria
por parte de un dios por amor a los seres humanos ya era bastante extraña en sí
misma, pero los desarrollos que siguieron todavía fueron más extraños. En
Génesis 15, la respuesta de Dios a la fe de Abraham fue, nuevamente, el
juramento solemne de mantener sus promesas a Abraham. Pero en este caso el
compromiso divino se solemnizó mediante una ceremonia en la que la deidad se
condenaba a sí mismo a la muerte en caso de romper su palabra. Una vez más, se
trataba de algo inaudito en el mundo antiguo. Se le daba la vuelta directamente
al patrón habitual. En vez de ser al ser humano a quien se le exigiera tan
temible compromiso para con su dios, mientras éste no aceptaba obligación
alguna, aquí era la divinidad la que se colocaba a sí misma bajo la condena de
muerte, mientras que al devoto ¡no se le exigía nada! Sólo en Génesis 17 se le
impone a Abraham la primera obligación del pacto, y es la aparentemente
bastante inocua de la circuncisión, que le señalaba a uno como devoto de Dios.
En todo esto Dios estaba
preparando cuidadosa-mente el terreno para lo que aparecería en Éxodo 19 y
siguientes. El pecado había hecho tres cosas: había hecho imposible que el
“rostro” (la presencia de Dios) morara con los humanos en una comunión
perfecta, había abocado a los humanos a una ignorancia delibe-rada del carácter
y la naturaleza santos de Dios y los había hecho incapaces de reproducir el
carácter divino en su vida en el mundo de Dios. Génesis había mostrado que los
requisitos previos para volver a Dios eran la confianza, la fe y la obediencia.
Pero las cuestiones esenciales descritas anteriormente no se habían abordado.
La alianza del Sinaí era el medio de afrontarlas, de mostrar cómo se abordarían
en último término.
Como ya se ha observado
al hablar de la santidad de Dios, la presente división de la Torá en libros
oscurece la unidad del material entre Éxodo 19 y Números 10, la descripción de
lo que ocurrió en el Sinaí durante el año y veinte días que el pueblo de Israel
pasó allí. Cuando se considera este material como una unidad, emergen
importantes percepciones sobre la alianza. Éxodo 19 describe la preparación
para la alianza, recordándonos que la alianza no es el medio de establecer una
relación con Dios, sino una respuesta a su gracia previa. Éxodo 20–24, que
contiene el Decálogo y el libro de la alianza, describe la base sobre la que la
relación entre Dios y los seres humanos puede continuar existiendo: una lealtad
absoluta y la replicación del carácter divino en cada área de la vida. En Éxodo
25– 40 se describe el objetivo de la alianza, que no es otro que la residencia
de Dios en medio de su pueblo tal como representa el tabernáculo. En las
instrucciones para la edificación, amueblamiento y servicio del tabernáculo (Ex
25–31), y en el posterior informe sobre cómo se llevaron a cabo esas
instrucciones (Ex 35–40), la palabra santo aparece una y otra vez, alcanzándose
una especie de clímax cuando se dice que debía colocarse una lámina de oro en
en la parte frontal del turbante del sacerdote, en el que aparecían las
palabras “Santidad a El Señor” (Ex 28:36; 39:30). Así, cuando el libro del
Éxodo alcanza su momento cumbre con la gloria del Señor que llena el
tabernáculo (Ex 40:38), se plantea una pregunta: ¿Cómo puede un Dios
absolutamente santo vivir en medio de un pueblo pecaminoso sin destruirlo? La
respuesta se ofrece en Levítico 1–16 (17).
El medio para mantener la
alianza no es otro que la gracia de Dios, que proporciona continua expiación
para aquellos que desean permanecer en una relación de pacto con él. Es
significativo que la expiación no el medio de entrar en alianza. Se entra en
alianza confiando, creyendo y obedeciendo a Dios. También es importante
observar que la expiación no se da para aquellos que insisten en pecar “con la
mano alzada”—con atrevimiento—como Nadab y Abiú (Lv 10:1–7). Se da casi por
completo a aquellos que tratan de vivir en obediencia a Dios y que desde una
perspectiva externa lo hacen así. Levítico 10:8–15:33 es un paréntesis
provocado por la tragedia de 10:1–7.
En Levítico 1–9 Dios
había intentado mostrarle a su pueblo que su santidad constituía un peligro
positivo para los humanos y que solamente él podía definir los términos de su
relación. Nadab y Abiú demostraron que la lección no había sido aprendida. De
manera que Dios dio una serie completa de lecciones prácticas para ayudar al
pueblo a aprender que la distinción entre santo y profano, puro e impuro, es
real. En Levítico 16:1 se vuelve al lector a lo que originalmente pretendía ser
la culminación de los capítulos 1–9, el día de la Expiación. Como apéndice del
capítulo 16, Levítico 17 nos cuenta que la expiación exige el derramamiento de
sangre (Lv 17:11). Tal como había dejado claro Génesis 2, el pecado trae como
consecuencia la muerte, así que a menos que se produzca una muerte en lugar
nuestro, no podemos tener comunión con Dios, por mucho que lo deseemos. Pero el
propósito de la alianza no es la expiación. La expiación solamente es el medio
para mantener la alianza. El propósito de la alianza es que los humanos puedan
compartir el carácter de Dios. Esto es lo que muestra la siguiente sección de
la unidad, Levítico 18–27, que afirma una y otra vez que Dios espera que su
pueblo sea santo como él es santo. Esta no es la mera descripción de una
condición teológica, como deja bien claro la sección. El mandamiento a ser
santo va seguido de mandatos éticos, civiles y ceremoniales concretos. La
santidad es una manera de vivir, una manera de vivir que refleja el carácter
santo de Dios. La sección final de la unidad, Números 1–9, vuelve a tratar el
objetivo de la alianza, la presencia de Dios en medio de su pueblo en el
tabernáculo. Nuevamente, como en Éxodo 40:38, la declaración culminante se
encuentra en Números 9:15, que cuenta que la nube de la gloria de Dios cubrió
el tabernáculo.
6.2. La ley.
Por tanto, la obediencia a los manda-mientos de la alianza nunca pretendió ser
la forma de entablar una relación con Dios. Más bien, tal obediencia se
esperaba que fuera la respuesta agradecida a la revelación de la gracia de Dios
en su liberación de la esclavitud. Como humanos, que se acogen a la continua
provisión misericordiosa de expiación de Dios, experimentan la gracia de la
presencia santificadora de Dios (Lv 22:31–32), se espera de ellos que
manifiesten la vida de Dios. Una vida santa es el resultado necesario y natural
de una experiencia genuina de la gracia de Dios. El concepto de la ley que
tanto Jesús como Pablo atacaron de manera tan vehemente, de que por medio de la
obediencia uno podía conseguir el favor de Dios, no está presente ni en el Pentateuco
ni en el AT. Es una perversión farisaica. La alianza no existía para mostrar a
los humanos que podían obedecer a Dios y así agradarle. Antes bien, existía
para mostrarles que incluso con la mejor de sus voluntades no podían lograr su
carácter santo en ellos. Esto es lo que el Pentateuco y el resto del AT ponen
de manifiesto. Hasta la esperanza de Moisés expresada en Números 11:29, la
entrega del Espíritu Santo, fue hecha posible por la muerte de Jesús en la
cruz, esa vida santa solamente era una esperanza vana. Pero cuando vino la
cruz, prefigurada en Levítico 16, el cumplimiento de la alianza, vivir una vida
santa y experimentar el “rostro” de Dios en el tabernáculo del corazón humano,
se convirtió en una posibilidad genuina.
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