Teología del Pentateuco | Crítica del Pentateuco con Feliberto Vasquez Rodriguez

 


TEOLOGÍA DEL PENTATEUCO

En último término, es la visión teológica del AT la que explica porqué ha sobrevivido más de dos milenios y durante ese proceso ha ido conformando el mundo. En gran medida a esa visión teológica le da una forma decisiva la Torá (el Pentateuco). La presentación unívoca de Dios en ese bloque de material establece los parámetros teológicos para el resto del AT. Hasta tal punto esto es así que mientras los teólogos del AT no se ponen de acuerdo sobre cuál pueda ser el “eje central” de la teología del AT, G. Hasel podía mantener sin ningún temor a contradecirse que Dios mismo es el centro. A través de los treinta y nueve libros hay un concepto de la deidad que lo impregna todo: Dios es el Creador trascendente. Incluso en la literatura sapiencial, que frustra tantas propuestas sobre un “centro”, no existe ninguna duda sobre el concepto de Dios que los autores propugnan. En parte, esta coherencia subyacente en el resto del AT se debe a la coherencia que existe dentro de la Torá. Hay complejidad en el cuadro que presenta, incluso misterio, pero no contradicción. Dios es siempre el Creador trascendente y apasionado que está interesado en que sus criaturas experimenten el bien para el que los ha creado. Debido a esta coherencia es que se puede hablar de una teología del Pentateuco, una comprensión única que está detrás de los distintos énfasis que aparecen en los diferentes libros.

1.     Cosmovisión teológica

2.     Dios

3.     El mundo

4.     La humanidad

5.     El pecado

6.     La salvación

1. Cosmovisión teológica.

Bajo todo lo que hace y dice el Pentateuco se encuentra una visión de la realidad radicalmente distinta a la de cualquiera de los vecinos de Israel. Si bien la escuela de la historia de las religiones de las postrimerías del siglo XIX trató de negar este punto de vista, W. F. Albright y sus alumnos lo pusieron nuevamente en circulación a mediados del siglo XX. G. E. Wright fue quien lo expresó de manera más sucinta al mantener que debido a las diferencias manifiestas que existían entre la religión de Israel y la de sus vecinos, el tipo de desarrollo evolutivo propuesto por J. Wellhausen era imposible. Por desgracia para este punto de vista, Wright no fue capaz de ofrecer una explicación intelectualmente coherente sobre el origen de esta supuesta singularidad. Siguiendo el ejemplo de Albright, propuso que Dios se había revelado a sí mismo a través de determinados grandes acontecimientos históricos sobre los que el pueblo hebreo había reflexionado y de los que derivaron su teología. El punto débil de este argumento es que Wright admitió que los informes de esos supuestos eventos reveladores que se encuentran en la Biblia habían sido considerablemente adaptados y embellecidos, hasta el punto de que solamente podemos hablar en términos generales sobre lo que pudo o no pudo haber tenido lugar. Los críticos de Wright, en particular J. Barr y B. Childs, señalaron que los acontecimientos que no se pueden reconstruir a partir de los datos actualmente existentes difícilmente pueden servir para explicar una teología singular.

Como resultado de esta incapacidad para explicar de dónde venía la supuesta singularidad, se ha producido un alejamiento importante de las tesis de Albright-Wright en años recientes. Dado que se supone nuevamente que la religión israelita debe de haberse desarrollado de una manera evolutivo como las demás religiones semíticas occidentales, no se cree posible que contenga ningún elemento verdaderamente singular. Pero gran parte de este argumento gira en torno a qué es lo que constituye la singularidad. Si se puede demostrar que el faraón egipcio Akenatón exigió la adoración a un dios, ¿demuestra eso que el monoteísmo de Israel no era singular? Si se puede mostrar que Aristóteles enseñó la existencia de un “motor inmóvil”, ¿demuestra eso que el concepto israelita de trascendencia no era singular? ¿Acaso la existencia de ciertos registros asirios que afirman que un dios dirigió las actividades de una determinada dinastía demuestra que la idea hebrea de un Dios que se revela a sí mismo en la historia humana no es singular?

Estos y otros ejemplos que se podrían citar podrían utilizarse para demostrar tal cosa, si se piensa que la singularidad significa que una idea nunca existió fuera de Israel. Sin embargo, todos estos casos fueron casos aislados y momentáneos. Aparecieron y desaparecieron, causando poco o ningún impacto sobre sus culturas. El punto de vista religioso dominante en Egipto, Grecia o Mesopotamia desde el 3000 a.C. al 300 D.C. es muy diferente de estos puntos de vista, y diametralmente opuesto al de Israel tal como relata la Biblia. Hasta este punto Wright estaba totalmente en lo cierto. Incluso si concediéramos, como dice T. L. Thompson, que la religión descrita en el AT nunca existió hasta que se creó artificialmente en el período del Segundo Templo, todavía deberíamos enfrentarnos al hecho insoslayable de que en ningún otro lugar del mundo hay una religión que esté basada sistemática y completamente en los principios que sirven de fundamento a la religión del AT. Si decidimos explicarla como el fruto del desarrollo evolutivo, seguimos enfrentándonos al hecho de que en ninguna otra parte del mundo la religión evolutiva ha cristalizado en este resultado. Es en este sentido que la teología del Pentateuco y, por extensión, del AT, es singular: aunque algunas partes puedan encontrarse en otros lugares de manera aislada, en ningún otro lugar se conjugan estos y muchos otros elementos de una manera tan exclusiva, consecuente y concienzuda.

1.1. Trascendencia. En contraste con todas las culturas vecinas de Israel, el Pentateuco insiste en que Dios es distinto del mundo físico. No se le puede identificar con la creación en modo alguno. Este parámetro ya se establece de entrada en Génesis 1 y se mantiene en todo momento. Dios creó el mundo con su palabra. No es ni una extensión de su ser ni una efusión de sí mismo. Por tanto está prohibido representarlo en forma de cualquier cosa creada (Ex 20:4– 5; Dt 5:8–9). Y esta prohibición no es un asunto menor en la teología del Pentateuco. La construcción de un ídolo en forma de becerro es el primer incumplimiento de la alianza, y tan serio como para hacer que sobrevolara la amenaza de la destrucción del pueblo (Ex 32:1–10). Evidentemente Aarón y el pueblo no consideraron que existiera ninguna disparidad entre el hecho de que Moisés adorara al Yahvé invisible en la montaña mientras ellos adoraban al Yahvé visible en el valle. Esto es lo que se hacía en la religión egipcia, así como en odas las demás religiones del antiguo Oriente Próximo. Pero esas religiones enfatizaban la continuidad esencial entre lo divino y el cosmos. Esta religión del Sinaí era diferente al insistir en una discontinuidad radical entre estos dos. Especialmente cuando esa teología alcanza su culminación en Deuteronomio, la prohibición de la idolatría asume una posición todavía más importante. Participar en esta práctica se convirtió en la prueba palmaria de la deslealtad de Israel hacia Dios (cf. la primera maldición en Dt 27:15). Resulta difícil imaginarse por qué sería así de no ser por la tremenda importancia que los teólogos israelitas le concedían a la idea de la trascendencia.

Se puede presentar un caso convincente que demuestre que todas las demás nociones principales acerca de Dios que encontramos en el Pentateuco hunden sus raíces en esta idea. Ya se ha mencionado la iconoclastia. No es fortuito que existan solamente tres religiones iconoclastas en el mundo (judaísmo, cristianismo e islam) y que las tres surjan del AT. Estas mismas tres religiones, y sólo ellas, enseñan el monoteísmo. ¿Por qué solamente ellas iban a insistir en que Dios es uno? Una vez más, se debe a su dependencia de la misma fuente, el AT. ¿Por qué solamente esta fuente tiene éxito al concebir a Dios de este modo? y ¿por qué se frustró el intento de Akenatón, que apenas sobrevivió menos de media docena de años tras su muerte? Sin duda la respuesta la encontramos en la trascendencia. Si se concibe lo divino como una continuación de este mundo, como hicieron Akenatón y todos los demás pensadores religiosos del antiguo Oriente Próximo, el monoteísmo es una imposibilidad lógica. Ya que el mundo es múltiple, también debe de serlo lo divino. Por otro lado, una vez que admitimos que lo divino trasciende a cualquier otra entidad en el cosmos, entonces la unidad se convierte en una necesidad, ya que solamente puede haber una entidad que sea verdaderamente distinta del resto. Nuevamente hay que decir que esta idea del monoteísmo que impregna el AT tiene sus orígenes en el Pentateuco. Está implícita en el primer mandamiento (Ex 20:3) y se hace explícita en la Shemá (Dt 6:4; cf. también Ex 8:10 [Texto Masorético 8:6]; 9:14; Dt 4:35, 39).

Dentro de la idea que tiene el Pentateuco de la trascendencia divina resulta fundamental la autoexistencia de Dios. La sorprendente declaración de Éxodo 3:14 subraya este punto. Cuando Moisés preguntó por el nombre de Dios como parte de su intento por evitar ir a Egipto, el Señor respondió con mucho más de lo que Moisés le había preguntado, no con una etiqueta, sino con un anuncio de su identidad: “Yo soy el que soy”. Es un ser que existe en sí mismo. No depende de ningún otro ni deriva de ningún otro. En todo momento y en todo lugar, él es. Ningún otro ser en el universo puede afirmar tal cosa. Todos los demás seres dependen de algo o de alguien para su existencia. Existen únicamente debido a la existencia previa de algo más. Como reconoció Aristóteles, solamente cabe la posibilidad de que un ser pueda decir “Yo soy” sin referencia a nada más.

Pero la idea de trascendencia del Pentateuco difiere de la de los filósofos griegos clásicos. Y esta diferencia casi con toda seguridad explica por qué el Pentateuco continúa conformando el pensamiento del mundo mientras que el de Aristóteles tuvo poco impacto incluso en su propio tiempo. La diferencia estriba en la manera exitosa en que la Biblia combina la trascendencia y la personalidad. Los filósofos griegos podían imaginarse algo totalmente distinto del cosmos, pero sólo podían concebirlo como algo impersonal. Los teólogos del resto del mundo podían concebir a los dioses como personales, pero sus dioses en realidad sólo eran fuerzas de la naturaleza, de la sociedad o de la mente que llevaban máscaras humanas. Las historias de los dioses nunca representan a los dioses como personalidades de todo el orbe, polifacéticos. Son una caricatura de la personalidad, lo divino hecho a imagen de lo humano. El Pentateuco logra hacer lo que ningún otro documento teológico ha conseguido ni antes ni después de él: describir al Trascendente como alguien totalmente personal. El Dios descrito en el Pentateuco no es una imagen imperfecta de lo humano. Antes bien, los humanos tienen valor, al fin y al cabo, porque reflejan la imagen personal de su Creador. Por tanto, cada ser humano llega a tener un valor increíble en las páginas de la Torá porque su personalidad se deriva de la de Aquel que está detrás de todas las cosas.

La trascendencia inanimada de los griegos no tenía poder para dominar los corazones de los humanos ni autoridad personal para forzar sus voluntades. Por otro lado, las personalidades unidimensionales que poblaban los mitos no sólo eran incapaces de escapar de sus propios destinos como parte del cosmos, sino que tampoco podían establecer una relación significativa con sus devotos. ¿Dónde si no en el Pentateuco podía encontrarse una descripción así del trascendente como la de Éxodo: “—El SEÑOR, el SEÑOR, Dios clemente y compasivo, lento para la ira y grande en amor y fidelidad, que mantiene su amor hasta mil generaciones después, y que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado; pero que no deja sin castigo al culpable, sino que castiga la maldad de los padres en los hijos y en los nietos, hasta la tercera y la cuarta generación” (Ex 34:6–7, NVI)? Pero aunque se pudiera encontrar una declaración similar sobre otra deidad, lo que no se podría encontrar es todo un cuerpo de literatura religiosa cuya forma esté influenciada de manera tan sistemática y completa por este concepto de una persona trascendente.

¿Cómo podemos explicar esta singular cosmovisión? El Pentateuco no la presenta en ningún lugar como el resultado de la razón humana aplicada a la rutina diaria. Tampoco la presenta de una forma organizada lógicamente. El texto nos transmite que esta teología fue el resultado de un proceso bastante complejo. Ese proceso implicó por encima de cualquier otra cosa, la comunicación verbal directa e inteligible de parte de Dios con seres humanos concretos. Esa comunicación llegó de diversas maneras. En algunos casos fue audible, como cuando una representación de Dios, a la que se hace referencia en ocasiones como “el mensajero (ángel) del Señor”, habló con alguien (Abraham, Gn 18–19; Jacob, Gn 32) o cuando los israelitas oyeron a Dios hablar desde el monte Sinaí (Dt 4:32–33). En otros casos la comunicación se produjo mediante un sueño (Jacob, Gn 28:12–15). En algunos casos parece haberse producido directamente al oído del oyente (e.g., Moisés, Nm 12:8: “boca a boca”; véase también Ex 33:11; Dt 34:10: “cara a cara”).

Este discurso divino siempre se daba en el contexto de experiencias humanas únicas. Dios habló a Adán y Eva en el contexto del jardín y de su pecado. Se dirigió a Caín en el contexto de su tentación y posterior pecado. Habló a Noé en el contexto del diluvio. Habló a los patriarcas en el contexto de sus viajes, tanto los que obedecían a su voluntad como los que no. Habló a Moisés y al pueblo hebreo en el contexto de la cautividad en Egipto, del Sinaí y de la travesía por el desierto. En ningún lugar del Pentateuco se dice que su cosmovisión distintiva fuera el resultado de la especulación humana tras un limitado número de incursiones divinas en la experiencia israelita. Insiste en que Dios habló a Israel y a sus representantes sistemática y constantemente, dando interpretaciones divinas de lo que estaba haciendo y de por qué lo hacía. Además deja claro que Dios nunca les habló en términos abstractos que no tuvieran relación con las realidades concretas de la vida. En otras palabras, el Pentateuco sostiene que su característica visión de la realidad le fue comunicada a Israel por Dios en el contexto de su experiencia vital. No debería sorprendernos que en ningún otro lugar se nos ofrece indicios siquiera de un proceso así. Un contenido singular requería de un medio de comunicación singular. Además, deberíamos reconocer que si las afirmaciones del Pentateuco acerca de Dios y la naturaleza de la realidad son correctas, no hay forma posible de que la especulación humana sobre el cosmos pudiera, sin contar con ayuda, llegar a una comprensión de esa realidad. Tal especulación no podría ir más allá de los límites del cosmos, y desde luego no podría llegar a aquello que parece contradecirse lógicamente con el cosmos: la existencia de una persona trascendente. La naturaleza del cosmos llevaría a un especulador a concluir que las fuerzas, más que las personas, son lo fundamental, y que el principio vital es la continuidad y no la trascendencia.

1.2. El género de Dios.

La idea de que Dios es una persona trascendente plantea algunas dificultades en la comunicación, especialmente en el contexto del antiguo Oriente Próximo. Obviamente, aunque la lengua hebrea contara con la posibilidad de un género neutro, que no es el caso, no podría haberla utilizado, ya que este Dios no es una fuerza, un ello, una cosa. Es una persona, y en el lenguaje humano es imposible hablar de una persona mediante términos que no denoten género. Pero dado que era necesario utilizar un género para describir a esta persona trascendente, ¿qué términos debían usarse? El Pentateuco, así como el resto de la Biblia, emplea exclusivamente pronombres y términos masculinos. ¿Por qué es esto así? Se suele decir que es el resultado de una sociedad patriarcal, usando patriarcal en un sentido totalmente peyorativo. Puesto que los hombres dirigían la sociedad, construyeron arrogantemente a Dios a su propia imagen. Sin embargo, si nos ponemos a pensar en ello nos daremos cuenta de que esta es una respuesta demasiado fácil. De hecho, todas las sociedades del antiguo Oriente Próximo eran patriarcales. Pese a ello, las demás sociedades normalmente atribuían un gran poder y prestigio a las deidades femeninas. Es más, en muchas de ellas la deidad más popular, tanto entre los hombres como entre las mujeres, era la diosa madre o diosa de la fertilidad. Por lo tanto, explicar la elección de los hebreos achacándola a un prejuicio social no sirve. Los israelitas no tenían más prejuicios a favor de los varones que cualquiera de sus coetáneos. De hecho, la comparación de su código legislativo con el de las naciones circundantes da a entender que posiblemente tuvieran menos prejuicios en ese sentido.

En ese caso, ¿por qué esa terminología exclusivamente masculina para referirse a Dios? Parece probable que esta sea la única alternativa que existe si se quieren conservar simultáneamente la noción de persona y de trascendencia. Si bien la sexualidad es un rasgo destacado en muchas de las divinidades masculinas del antiguo Oriente Próximo, no ocurre así con todas ellas. Por otro lado, no es posible encontrar ninguna deidad femenina en la que la sexualidad no sea la característica más destacada. La sexualidad de las diosas subraya constantemente su unión con la creación, tal vez debido a la unión que se da entre madre e hijo. Si es importante hacer hincapié en la separación existente entre Dios y la creación, entonces resulta imposible describirlo de otro modo que no sea mediante términos masculinos. Sin embargo, esto no quiere decir que la masculinidad sea de algún modo superior a la feminidad; se trata tan sólo de un recurso para preservar tanto la trascendencia como la personalidad de Dios. A Dios nunca se le describe con términos genitales, y nunca actúa sexualmente como varón. Todo aquello que es bueno y verdadero de ambos géneros es un reflejo del carácter y la naturaleza del único Dios.

2. Dios.

El concepto de Dios en el Pentateuco muestra por todas partes el impacto de la doctrina de la trascendencia. En contraste con los dioses a los que da lugar la cosmovisión de la continuidad (lo divino, lo natural y lo humano coexisten en cada uno), a esta deidad nunca se la describe en términos de identidad con ninguna cosa creada. Él crea sin conflicto y según un plan preestablecido. Tiene un propósito para la creación. Es suprasexual. No puede ser manipulado por la magia simpática. Está motivado por un amor que no está manchado por el interés propio. Es absolutamente fiable. Promulga un único estándar del bien y del mal y él mismo se obliga a él. Se revela a sí mismo participando en acontecimientos únicos, irrepetibles en el tiempo y en el espacio y a través de relaciones con personas singulares en el tiempo y en el espacio.

2.1. Carácter.

El Pentateuco describe el carácter de Dios como extraordinariamente constante. Esto no quiere decir que siempre sea predecible. Nunca se le presenta como alguien que pueda ser aprehendido por la mera razón humana. Desde el comienzo se muestra que en todo momento hace honor a su palabra. Se puede depender de él. Solamente hay una situación en la que cabe esperar que no cumpla su palabra: si anuncia la destrucción a causa del pecado y se le da casi cualquier buena razón para cambiar de opinión, lo hará de buena gana. La mejor de tales razones es el arrepentimiento por parte del pecador, pero otra es la intercesión (Gn 18:16–33; Ex 32:11–14). Además, está claro que el Señor le concede mucha importancia a las relaciones éticas entre las personas. De la misma manera que es imposible manipularle a través del entorno, él tampoco trata de manipular a su pueblo y no sanciona tales comportamientos entre ellos. Tiene un vehemente interés por que las personas se traten bien entre ellas. Estas características de Dios se describen mediante varios conceptos clave.

2.1.1. Santo.

El concepto de santidad en el mundo antiguo no tenía nada de especial. Aunque el término no es infrecuente en los demás idiomas semíticos, tampoco ocurre con especial frecuencia. Describe aquello que distingue a lo divino, y que pertenece a lo divino, de lo común u ordinario. No tiene ninguna connotación moral especial, y no podría tenerla, ya que se aplica por igual a dioses generalmente caritativos como El y a otros dioses tan predadores como Reshef (pestilencia).

Así pues, tiene más que ver con cuestiones de esencia percibida que de carácter. Describe la otredad de un dios. Sin embargo, hay un sentido en el que “santo” sí tiene implicaciones para el carácter. Todo aquello que pertenece a una deidad concreta se espera que comparta el carácter de ese dios o diosa. Por tanto, se esperaba que los “hombres santos” o “mujeres santas” de los templos cananeos fueran sexualmente promiscuos, igual que lo eran sus señores o señoras divinos (Dt 23:18 [Texto Masorético 23:19]; cf. también Gn 38:21).

En el Pentateuco, la situación que impera es bastante distinta. Sin duda, una de las instancias más antiguas de “santo” pone el acento en la diferencia esencial que existe entre lo divino y lo ordinario. Cuando Moisés se encontró a Dios en la zarza ardiente, las primeras palabras de Dios a Moisés fueron que se quitara las sandalias porque estaba sobre “tierra santa” (Ex 3:5). El polvo que había en las suelas de las sandalias de Moisés era polvo corriente, mientras que la presencia de Dios en la zarza había convertido inmediatamente el polvo que había alrededor en algo que poseía otra calidad. También podría decirse que la instancia en Éxodo 19:6 es similar al uso general cuando promete que los hebreos llegarán a ser una nación santa si guardan la alianza de Dios. Esto es, pertenecerán exclusivamente a Dios y serán capaces de ser utilizados únicamente para sus propósitos. Pero la doctrina de la trascendencia cambia todo eso. Solamente hay un ser en el universo que se pueda llamar propiamente “santo”. Es así como se hace posible por primera vez describir la conducta “santa”: es la conducta del único Santo.

¿Cuál es esa conducta? Como ocurre con el resto de su teología, los israelitas lo aprendieron a través del modelo encarnacional de la revelación. Cuando el pueblo de Israel entró en alianza con Dios, se les instó a vivir de una determinada manera. Esta manera abarcaba todas las áreas de la vida: religiosa, civil, social, medioambiental y personal. ¿Por qué se le impusieron estas estipulaciones a Israel? Porque, como sucedía con todos los tratados de vasallaje, las estipulaciones expresaban los deseos del señor del pacto. Para relacionarse con este señor de la alianza uno debía cumplir sus deseos. Pero la alianza bíblica lleva estos requisitos un paso más allá de los meros deseos. Esto queda claro por la elaboración de la alianza que aparece en el bloque de material que sigue al libro de la alianza (Ex 20–24). Esa unidad se extiende desde Éxodo 25 hasta Números 9. La presente división en libros oscurece la unidad, pero el estudio de las fechas que aparecen en Éxodo 19:1; 40:1–2; Números 1:1; 9:1 y 10:11 deja claro que el material que va de Éxodo 19 a Números 10 está pensado para leerse conjuntamente. Cuando se hace esto, la prominencia del concepto de la santidad queda bien patente. En las descripciones del tabernáculo, su amueblamiento y servicio (Ex 25– 31; 35–40), el manual de sacrificios (Lv 1–9; 16) y el denominado código de santidad (Lv 17–27), las palabras relacionadas con la santidad aparecen más de doscientas veces.

Lo que sale a relucir cuando se estudian estas palabras es que Dios está llamando a sus compañeros de alianza a manifestar un determinado tipo de carácter en todas las áreas de la vida porque ese es su carácter santo. Así que se espera que los israelitas honren a sus padres porque el Señor es santo; se espera que tengan cuidado de la reputación de su prójimo porque el Señor es santo; se espera que preserven la santidad del sexo en el matrimonio heterosexual porque Dios es santo. En resumen, al haberse convertido en compañeros de un Dios santo, no sólo le pertenecen exclusivamente a él, sino que también se espera de ellos que vivan vidas acordes con su carácter. La declaración más sucinta de este punto se encuentra en Levítico 22:31– 33:

Guardad, pues, mis mandamientos, y cumplidlos. Yo El Señor. Y no profanéis mi santo nombre, para que yo sea santificado en medio de los hijos de Israel. Yo El Señor que os santifico, que os saqué de la tierra de Egipto, para ser vuestro Dios. Yo El Señor.

Por tanto los israelitas aprendieron que “santo” no describe simplemente la esencia de la deidad, sino también el carácter de la deidad. Y como sólo hay un ser santo, consecuentemente sólo hay un carácter santo. Y pese a que nosotros los humanos no podamos compartir esa esencia, sí podemos compartir ese carácter, y de hecho se espera que lo hagamos, aunque no es tan sencillo como los israelitas pensaron que sería al principio. En el proceso de tratar de mostrar el carácter santo de Dios, los hebreos aprendieron mucho sobre su propio carácter.

2.1.2. Amor constante.

Lo más significativo que aprendieron los israelitas acerca del carácter santo de Dios es que es “amor constante”. Igual que “santo” es una palabra semítica que dice bien poco y a la que el Pentateuco le confiere un valor destacado, así ocurre también con la palabra traducida aquí como “amor constante”. Se trata de la palabra hebrea ḥesed. Hasta el momento no se conoce que la raíz haya sido utilizada en la literatura del antiguo Oriente Próximo fuera de la Biblia Hebrea, mientras que en ese cuerpo literario ḥesed y los términos afines aparecen casi 275 veces. Aunque la palabra en sí solamente se encuentra unas veinte ocasiones en el Pentateuco, el concepto está claramente enraizado allí. N. Glueck sostuvo que el término tenía un significado especial relacionado con la alianza. Estudios más recientes de F. I. Andersen y K. D. Sakenfeld han mostrado que su significado tiene una base más amplia que la que Glueck reconoció. Habla de un favor que se le hace a alguien que no tiene derecho a recibir ese favor por parte de alguien que no tiene porqué hacer ese favor. Como tal, no hay una única palabra castellana que capte todas esas connotaciones. En contextos distintos las traducciones pueden ir desde “bondad” hasta “misericordia”.

Esta faceta del carácter de Dios aparece con mucha claridad en el Pentateuco. Lot pudo testificar que esta era la única razón por la que pudo escapar de Sodoma (Gn 19:19). Jacob admitió que esta era la única razón por la que escapó del maquinador Labán (Gn 32:10). José pudo sobrevivir a todas las traiciones humanas de las que fue objeto gracias al ḥesed de Dios. Pero incluso antes de estas instancias verbales, el ḥesed de Dios se había puesto de manifiesto. Por esta razón Adán y Eva no fueron simplemente destruidos allí mismo, ni la raza humana fue totalmente eliminada en el diluvio. Este es el motivo por el que Dios se acercó a Abraham con promesas completamente inmerecidas y continuó guardando esas promesas en las generaciones sucesivas. Moisés supo esto cuando declaró en el cántico del Mar (Ex 15:1–18) que era sólo como consecuencia del “amor constante” que el Señor había hecho pasar a su pueblo a través del mar y los había puesto en el camino hacia la Tierra Prometida (Ex 15:13). Más adelante Moisés observó que Dios guarda su ḥesed con miles de aquellos que le aman (Ex 20:6), y en Deuteronomio 7:9 aclaró que quería decir miles de generaciones.

Pero en ningún otro lugar se aprecia con mayor nitidez este aspecto del carácter santo de Dios que en el incidente del becerro de oro (Ex 32–34). En el mismo momento en que Dios estaba dando instrucciones por las que el pueblo podría contar con su presencia en medio suyo, ellos sucumbían a sus temores y se apresuraban a suplir sus necesidades por sí mismos. Como resultado, rompieron el juramento de sangre que habían hecho tan sólo unas pocas semanas antes, en el que invocaban la muerte sobre ellos si incumplían la alianza (Ex 24:8). Por una cuestión de simple justicia, Dios estaba obligado a destruirlos. Pero de hecho invitó a Moisés a interceder por ellos diciendo que los destruiría si Moisés “le dejaba” (Ex 32:10). En realidad Moisés no iba a hacer eso, así que le recordó a Dios que él se había obligado a sí mismo en las promesas realizadas a Abraham y a sus descendientes. No se necesita nada más para hacer que Dios no ejecute su justicia (Ex 32:13–14). (Aunque es verdad que algunos de los que parecían ser los cabecillas fueron muertos por los levitas siguiendo órdenes de Moisés, no deja de ser cierto que el conjunto de la nación se libró cuando en justicia debería haber sido destruida). La conclusión de la experiencia fue que Moisés recibió una revelación de Dios en la que se hizo explícito lo que Moisés había deducido. Este es el pasaje de Éxodo 34:6–7, que se ha citado anteriormente. Este pasaje es citado o aludido al menos media docena de veces en otras partes posteriores del AT, lo que demuestra que se convirtió en la interpretación fundacional del Dios del Israel. Como tal, puede que tenga más derecho a denominarse el credo de Israel que Deuteronomio 26:5–9, como hizo von Rad. La afirmación inicial declara que el Señor es un Dios misericordioso y compasivo y luego continúa explicando ese apelativo con dos características, una negativa y otra positiva. Por un lado, Dios no se aíra fácilmente; por otro, está lleno de ḥesed y “verdad”. En contraste con los demás dioses del mundo antiguo, este Dios se caracteriza por su abnegada fidelidad para con su pueblo, que resulta inexplicable en términos de cualquier analogía con características de este mundo. No se trataba simplemente del sacrificio de una madre por sus hijos o de la abnegación de un padre por ellos. Era algo que describía la esencia misma del ser divino.

2.1.3. Verdad.

Otro rasgo del carácter de Dios, y que a menudo aparece acompañado por ḥesed, es la verdad, o fidelidad. La raíz hebrea es ’āman, “ser estable, fiable, seguro”. El derivado nominal/adjetival es ’emet, “verdadero, verdad”. En lo que insiste el Pentateuco es en que este Dios es fiel a su pueblo de un modo insólito. Es fiel a las promesas de su alianza mucho antes de que tenga ninguna obligación legal de serlo. También es fiel a las promesas que no tienen base legal, como las realizadas a Abraham. Es a esta verdad a la que apeló Moisés en Éxodo 32 cuando declaró que Dios no podía destruir a los israelitas incluso a pesar de que habían hecho recaer las maldiciones del pacto sobre sí mismos. Dios le había prometido a Abraham una nación, y Dios, siendo quien es, no podía romper la promesa. Él también es fiel a sus declaraciones acerca de los resultados del pecado. La serpiente podrá decir que Dios mintió cuando dijo que comer del árbol traería como consecuencia la muerte, pero los autores del Pentateuco demuestran que la declaración de Dios era totalmente fiable. Esta idea de la verdad de God tiene unas implicaciones muy importantes. Si el único Creador del universo, el Trascendente, es absolutamente fiable, absolutamente fiel a su mundo, entonces comienza a ser posible pensar en aquello que es verdadero más allá del deseo o la percepción de cualquier criatura. Aquí se asientan las bases del concepto de la verdad objetiva.

2.1.4. Justo.

Una tercera expresión del carácter santo de Dios es su conducta sistemáticamente “justa”. En el Pentateuco se utilizan dos raíces hebreas para expresar esta idea. La más frecuente de las dos es šāpaṭ, “gobernar, ordenar”. A Dios se le describe como aquel que gobierna su creación de una manera “recta”, es decir, una manera que está en sintonía con la naturaleza de las criaturas que están siendo gobernadas. Por tanto, las “ordenanzas” (mišpāṭîm) de Dios siempre son la forma correcta de vivir para las personas. Él no les manda hacer cosas que no son correctas. La segunda raíz es ṣdq, que la mayoría de las veces aparecen en sus formas nominales/adjetivales ṣaddîq, ṣedeq y ṣ edāqâ, “recto, justo, justicia”. En Génesis 18 se expresa el concepto mediante una pregunta retórica: “El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo [mišpāṭ]?” (Gn 18:25). Este es un ejemplo particularmente instructivo de este concepto. ¿Qué era correcto o lo justo en el caso de Sodoma y Gomorra? Si solamente un puñado de personas en estas dos grandes ciudades no se hubiera corrompido en su manera de vivir, ¿no hubiera sido lo “correcto” destruir las ciudades a causa de los pecados de la mayoría del pueblo? Claramente no era así, ya que Dios se quedó delante de Abraham como una invitación a que éste intercediera en nombre de los pocos fieles. Lo correcto, o lo justo, para este Dios era salvar a muchos por amor a unos pocos. Dios hará indefectiblemente lo justo, y lo justo siempre caerá del lado de la misericordia.

Otra expresión de esta característica de Dios en la Torá la podemos ver en Deuteronomio 32:4, donde en el cántico de Moisés se comparan favorablemente la justicia intachable (perfecta) y la rectitud del comportamiento de Dios con la conducta perversa y torcida de los seres humanos (Dt 32:5). En el paganismo, los dioses son simplemente versiones a gran escala de la humanidad, tanto más justos como más perversos que los humanos. Así pues, los dioses se hacen a imagen de los humanos. Pero la Torá insiste en que Dios no comparte todas las características de los seres humanos. Los humanos fueron hechos a su imagen, pero han abandonado esa imagen porque rehusaron estar sujetos a él.

2.1.5. Pureza. La idea de la pureza de Dios va estrechamente ligada a la idea de su unidad esencial. El Pentateuco se toma muchas molestias para dejar sentado el hecho de que lo divino no se puede subdividir ni en carácter ni en identidad. Dios no es parcialmente verdadero y parcialmente engañoso; no es parte dadivoso y en parte cruel; no es en parte trascendente y en parte continuo. Él no es parcialmente puro (constructivo) y parcialmente impuro (destructivo). Al mismo tiempo, es indudablemente importante que los humanos aprendan que solamente aquello que procede de Dios y de su plan creativo es puro. Todo lo impuro que hay en el mundo es lo que está en rebeldía contra Dios y sus planes. No se trata de un dualismo implícito en el que las fuerzas positivas y negativas existen eternamente en el cosmos y cada una de ellas tiene una esencia real en sí misma. Al contrario, el Pentateuco trata lo impuro simplemente como una negación, una ausencia. Sólo Dios existe en sí mismo y es eterno, y es completamente bueno, completamente puro.

La importancia de esta idea en el Pentateuco se puede ver en el número de estipulaciones de la alianza que están dedicadas a enseñar sobre este tema. Muchas de ellas suenan extrañas a los lectores modernos, cuyas ideas sobre la pureza son físicas casi en su totalidad. Es una novedad que la muerte y todas las cosas asociadas con ella (como las águilas ratoneras, el marisco [que vive en el fondo marino, donde se filtra la muerte] y los cerdos [que comen de todo, incluida la carroña]) pudieran ser impuras porque la muerte es la negación definitiva del plan creador de Dios. Asimismo, nos resulta difícil captar que el dualismo es una idea tan peligrosa que a los hebreos se les exigía que simbolizaran su rechazo al mismo rechazando llevar ropa hecha con dos o más tipos de tela.

2.2. Papeles. Como ha señalado W. Brueggemann, el idioma hebreo es una lengua de acción, con formas verbales que definen la perspectiva y el enfoque básico del idioma. Así pues, no es de extrañar que la comprensión de Dios en el Pentateuco se exprese en términos de lo que hace además de lo que es. Es posible identificar al menos cuatro papeles destacados que se le atribuyen a Dios en este bloque de material: Creador, Soberano, Padre, Redentor y Juez.

2.2.1. Creador. El rol de Dios como único Creador del universo se establece desde el comienzo del Pentateuco. No hay ningún caos preexistente desde el cual emerja, ni es fruto de la creación de otros dioses anteriores para que resuelva un problema que ellos no pueden solucionar. Él existe solo y crea únicamente como una expresión de su propio plan y propósito. La frase recurrente “era bueno” en Génesis 1 demuestra este punto. Está claro que no se trata de una declaración de que la creación era moralmente buena. Más bien, lo que viene a decir es que el resultado era acorde con lo que el artista había previsto antes de que hubiera comenzado la obra de la creación en sí. Como se ha dicho antes, el hecho de que la creación existió por su palabra deja bien sentado que la creación no es ni una efusión ni una emanación del Creador. Existe una clara distinción entre el Creador y lo creado. Dios creó de una manera ordenada y progresiva, siendo su propósito último la creación de los seres humanos, a los que podría investir con responsabilidad en la creación, sobre los que podría derramar su bendición y con los que podría tener comunión. Dada la naturaleza personal de Dios, no resulta sorprendente que las personas humanas fueran a ser la máxima expresión de su propósito creativo.

En contraste con otras historias del antiguo Oriente Próximo sobre los orígenes del cosmos, la sexualidad no juega ningún papel en la creación. Dios no produce nada a través de la actividad sexual. Aquí vemos, nuevamente, una evidencia de la trascendencia. El hecho de que el sexo sea una parte del cosmos, como reconoce claramente la Biblia (“varón y hembra los creó” [Gn 1:27]), no significa que forme parte de la realidad última. De cualquier teología que sea fruto de la especulación sobre el cosmos siempre se puede esperar que considere la sexualidad como el centro de la existencia. El Pentateuco no hace eso.

Una situación parecida se da con respecto al conflicto. Casi todas las demás historias sobre los orígenes que hay en el mundo afirman que la creación fue el resultado de una lucha cósmica entre fuerzas constructivas de la vida tal como la conocemos y fuerzas destructivas de la misma (y casi siempre se define al “bien” y al “mal” en tales términos). No ocurre lo mismo en Génesis. No hay ningún conflicto en absoluto en ninguna de las versiones de la historia de la creación que encontramos allí. Dios crea todas las cosas en serena armonía. No hay oposición a él. Todas las cosas existen únicamente como expresión de su voluntad. No existe un principio cósmico del mal que se oponga a sus propósitos creativos. El conflicto tan sólo entra en el mundo después de haberse completado la creación, y no es fruto de algún principio cósmico destructivo que se oponga a la vida, sino del rechazo por parte de los humanos a sujetarse a la autoridad del Creador. Una vez más, si la realidad divina se construye a partir del mundo que conocemos, entonces el conflicto debe formar parte de esa realidad, ya que es parte de toda nuestra experiencia. El Pentateuco da pruebas de haber llegado a su teología por un camino distinto.

2.2.2. Soberano. Aunque nunca se aplica el nombre de “rey” a Dios en el Pentateuco (cf. Ex 15:18), el término Señor sí se aplica habitualmente (aparte el uso eufemístico de ’adonay en lugar del nombre divino, e.g., ’ādōn: Ex 23:17; 34:23; Dt 10:17; ’ădōnāy: Gn 15:2, 8; 18:3, 27, 30–32; 20:4; Ex 4:10, 13; 5:22; 34:9; Nm 14:17; Dt 3:24; 9:26). La mayoría de los usos de ’ădōnāy se producen en apelaciones directas en las que el hablante es plenamente consciente del temible poder de Dios y le suplica que haga algo. Las incidencias en Génesis 18 son especialmente interesantes porque es cuando Abraham intercede vacilante en favor de los justos de Sodoma y Gomorra. El Dios que puede reducir las dos ciudades a cenizas con una palabra no es alguien con quien se pueda jugar. Encontramos ejemplos similares en Éxodo 3, donde Moisés está buscando excusas para eludir el llamamiento del Soberano para que vaya a Egipto. La declaración más inclusiva de la soberanía de Dios se halla en Deuteronomio 10:17, donde a Yahvé se le llama “Dios de dioses, y Señor de señores”—él es el Dios y el señor de toda la tierra.

Pero incluso aparte de estos términos concretos, está claro que el Pentateuco considera que Dios es el rey absoluto de la tierra. En ningún otro lugar se afirma de una manera tan vívida como en Éxodo 7–12, en el relato de las plagas. Lo que Dios decretó sucedió a pesar del rey más grande de la tierra en aquella época, y a pesar de todos los dioses de Egipto (cf. Ex 18:10–11). Por tanto Moisés concluyó su cántico de alabanza diciendo: “El Señor reinará eternamente y para siempre” (Ex 15:18). Asimismo, el relato de la creación describe a un Dios que no tiene rival a la hora de hacer su voluntad. Finalmente, la aceptación de la alianza por parte de Israel implica el reconocimiento de la absoluta soberanía de Dios en su vida. Israel estaba reconociendo que Dios tenía el derecho de promulgar mandamientos, decretos y estatutos sobre ellos. Sólo él tenía el derecho de determinar lo que era un comportamiento aceptable y lo que resultaba inaceptable. Esta soberanía nunca es cuestionada con éxito en el Pentateuco. Nadie es capaz de enfrentarse a Dios, sea rey (Faraón, Sehón, Og), profeta (Balaam), sacerdote (Coré) o mago (sacerdotes de Egipto).

Pero esta soberanía no se expresa simplemente forzando al pueblo a hacer la voluntad de Dios. Es mucho más grande que eso. El texto nunca da a entender que Dios quisiera que los hermanos de José o la esposa de Potifar pecaran contra José para que así él pudiera maniobrar y hacer que José alcanzara una posición de poder. Más bien, la soberanía de Dios es lo suficientemente grande como para poder utilizar incluso las decisiones pecaminosas para lograr sus propósitos. En el caso de faraón, está bastante claro que Dios no endureció el corazón de Faraón en contra de la propia voluntad de éste. Faraón no era un hombre gentil y bondadoso que repentinamente fue convertido en un tirano insensible por un Dios igualmente insensible. Mucho antes de que se diga nada de que Dios endureció el corazón de Faraón, el rey de Egipto había ordenado cínicamente la esclavitud y el infanticidio para Israel. Lo que Dios hizo fue demostrar que este hombre que se consideraba a sí mismo gobernador del mundo, no era libre. Era prisionero de sus anteriores decisiones porque esta es la clase de mundo que el Dios soberano creó (cf. Ex 3:19; 7:22; 8:15 [Texto Masorético 8:11]; 9:12). La soberanía de Dios a pesar de las decisiones pecaminosas también quedó demostrada cuando los israelitas rehusaron confiar en Dios y entrar en la tierra en Cades-barnea (Nm 14). Dios no les obligó a tomar esta decisión, pero tampoco se frustró su promesa a Abraham y a todos sus descendientes. Dios iba a encontrar otra manera de cumplir esa promesa a través de una segunda generación que decidiría creer.

2.2.3. Padre. Se ha dicho anteriormente que la contribución más singular del AT al pensamiento humano es que el Trascendente es una persona. Aunque el término en sí “padre” se le aplica a Dios una sola vez en el Pentateuco (Dt 32:6), el concepto de alguien que se ocupa personalmente de sus hijos es muy evidente en todo este material. Puede ser que el término no se utilizara más debido a las connotaciones negativas que tenía en un contexto pagano. Allí, “padre” se limitaba básicamente a “el que engendra”. Dado que esta idea es muy contraria a la comprensión que tiene el Pentateuco de la creación, puede que se tomara la decisión consciente de no emplear el término. Pero inmediatamente, en Génesis 2, cuando se dice que Dios caminaba por el jardín con Adán y Eva, se hace difícil evitar la imagen de un padre y sus hijos compartiendo un tiempo juntos. Asimismo, la respuesta de Dios al pecado de Adán y Eva fue de pesar y dolor personal, no de calmada sentencia judicial. Las relaciones de Dios con Abraham y Sara eran íntimamente personales. Trató con ellos en un plano personal, en relaciones dialógicas, no monológicas.

Se nos dice finalmente que el propósito de Dios en todo esto era crear un pueblo para sí como su posesión o tesoro especial (Ex 6:7; Dt 4:20; 29:13 [Texto Masorético 29:12]). Aquí no estamos ante una participación imparcial en aras de algún tipo de propósito salvífico abstracto. Dios está creando una familia, no a través de la manipulación sexual del cosmos, sino arriesgándose al rechazo cuando invita a las personas a que libremente escojan mantener una relación con él. Por tanto, tenemos un Dios que se interesa apasionadamente por lo que le ocurre a su pueblo. Los ama con pasión y se enfurece ardientemente contra ellos cuando escogen caminos que les apartan de él y conducen a su propia destrucción. Es celoso por ellos (Dt 32:16, 21), y es un padre que anhela lo mejor para sus hijos. La mayor parte de la porción central del Pentateuco (Ex 19–Nm 10) gira en torno a cómo la presencia (lit. “el rostro”) y la gloria de Dios pueden estar en medio de su pueblo sin destruirlos. Una de las partes más dolorosas se encuentra en Éxodo 33, que cuenta que Dios le dijo a Moisés que tomara al pueblo y continuara marchando hacia la Tierra Prometida sin él—a la luz de la rebelión que se había declarado en el incidente del becerro de oro, era probable que el pueblo fuera a hacer algo que provocara que el “rostro” de Dios los destruyera. Dios mantendría la promesa que les había hecho, pero renunciaría a su propio deseo de vivir entre ellos. Pero Moisés, con la sensibilidad teológica y espiritual que había llegado a caracterizarle, explicó que la tierra sin la presencia de Dios no valdría la pena y que él y el pueblo se quedarían donde estaban. La necesidad fundamental del pueblo no era la liberación de la esclavitud o la posesión de una tierra, sino una relación cara a cara con el Dios personal y paternal.

2.2.4. Redentor. Si Dios es en verdad Creador, Soberano y Padre, y sus criaturas se rebelan contra él, debe encontrar una forma que les permita restablecer la comunión con él. No sería posible que él simplemente les diera la espalda y los aniquilara. Esto ya se aprecia en las primeras páginas de Génesis. Fue por la misericordia de Dios que Adán y Eva no murieron al instante. Antes bien, Dios prolongó sus vidas para que ellos y su progenie no acabaran sus vidas como rebeldes. Lo mismo sucede en la historia del diluvio. A diferencia de la versión sumeria de la historia, el Dios de Génesis buscó deliberadamente a una persona a través de la cual pudiera continuar la descendencia humana. Y cuando una humanidad arrogante que quería bajar a Dios a su nivel hubo de ser esparcida en confusión, fue Dios quien buscó a Abraham y Sara para que a través de ellos la bendición planeada para los seres humanos (Gn 1:28) pudiera todavía ser suya. Este patrón continúa a través del resto de Génesis. Es Dios el que continuamente hace los primeros intentos de acercamiento al pueblo con el propósito de poner su bendición al alcance de la raza humana. Este mismo patrón continúa en Éxodo. Se cuenta en Éxodo 2:23 que el pueblo clamó por su liberación de la esclavitud y que Dios los escuchó. Pero de hecho este relato se encuentra al final del capítulo que narra cómo Dios preparó providencialmente un libertador. Una vez más el autor nos dice que antes de que oremos, el Dios Redentor ya ha comenzado a responder. La redención siempre se inicia en el corazón del creador personal y soberano.

Pero una cosa es que una persona quiera redimir y otra muy distinta que esa persona sea capaz de redimir. Es aquí donde la soberanía del Creador entra en juego. No hay ningún poder en el cosmos que pueda evitar que Dios redima a aquellos que se vuelven a él en confianza, fe y obediencia. Esta es la carga del libro del Éxodo: Dios no sólo quiere redimir a la raza humana; nada puede impedirle hacerlo excepto la continua rebelión por parte de los humanos. Esta idea persiste en Levítico y Números. Dios puede encontrar una manera de que los humanos corrompidos por el pecado que desean tener una relación con él puedan hacerlo. Pero aquellos como Nadab y Abiú (Lv 10:1–7) que rehúsan someterse al Soberano y que insisten en acercarse a él a su manera se encuentran con que la redención es imposible. Lo mismo ocurrió con la generación del desierto, especialmente representada por Coré y Datán (Nm 16). Los gigantes de Canaán no podían haber impedido que Dios hiciera recaer la bendición prometida sobre su pueblo, pero la permanente rebelión sí. Por tanto, en Deuteronomio una de las características destacadas de esta segunda entrega de la ley es la teología de la obediencia, que aparece entre el Decálogo en Deuteronomio 5 y los ejemplos prácticos en Deuteronomio 12–26. Moisés se toma mucho interés en mostrar que la sumisión y la obediencia son los resultados apropiados al recordar la fidelidad de Dios, el temor ante el poder y la justicia de Dios y el amor en respuesta al increíble amor de Dios. En resumen, Moisés trata de mostrar que a la vista de la redención que Dios ha demostrado, la permanente rebelión no sólo resultaría desastrosa sino también estúpida.

2.2.5. Juez. Pero si Dios es un redentor, que actúa llevado por un corazón paternal para cumplir su propósito soberano y creativo, también es el Juez que hace cumplir los efectos que siguen a las decisiones tomadas por los seres humanos. Esta es la enseñanza de la revelación en Éxodo 34:7: Dios perdona “la iniquidad, la rebelión y el pecado; pero que no deja sin castigo al culpable” (NVI). La cuestión es que si bien a Dios le agrada restaurar al pecador a una relación con él, esto no debería hacerle pensar a nadie que puede pecar con impunidad, contando con la gracia de Dios. El pecado tiene consecuencias en el orden de la creación que se producen aunque se conceda el perdón. Si Dios lo hiciera de otro modo, estaría destruyendo el orden que él mismo puso en la creación.

Como se ha mencionado antes, la raíz hebrea špṭ implica mucho más que el mero procedimiento legal que dan a entender las traducciones castellanas “juez”, “juzgar”, “juicio” y “justicia”. Connota ese orden correcto de las cosas que hace posible la vida humana. Uno de los descriptores recurrentes de las estipulaciones de la alianza es “juicios” (mišpāṭîm). Una traducción más exacta podría ser “normas”. En ellas se expresa el orden bajo el cual se hizo vivir a los humanos, y que, en caso de traspasarse, trae como consecuencia la disminución de la plena realización del potencial humano. Así que las personas a las que se llama šōpĕtîm (“jueces”) en el AT eran mucho más que funcionarios legales. Es posible que tomaran decisiones en disputas, pero estaban mucho más involucrados en el mantenimiento del orden creado por Dios en los asuntos humanos. Esto implicaba acciones militares así como administrativas y de gobierno. Por tanto, el Pentateuco considera a Dios como el šōpēṭ arquetípico. el pecado no es simplemente una ofensa contra la voluntad de Dios; es mucho más una ofensa contra el orden de la creación, de modo que Dios no puede permitir que pase sin ser tratado. Si bien el Pentateuco a menudo presenta a Dios como el que hace recaer directamente los efectos de las decisiones humanas sobre las personas, también es cierto que los efectos indirectos forman igualmente parte de la actividad reguladora de Dios. Así, es verdad que los hijos sufren las consecuencias de los pecados de sus padres, pero no porque Dios decida rencorosamente que deberían sufrir, sino porque este es el resultado de este mundo de causa y efecto. Dios hace posible que evitemos uno de los efectos de nuestro pecado, el extrañamiento en relación a él, a través de la expiación (Lv 1–9; 16). Pero como Juez del universo debe llevar a cabo los efectos físicos de nuestro pecado o de lo contrario se destruiría el orden del universo. Del mismo modo, si las personas persisten en su rebelión, no tiene otra opción que hacer recaer el castigo sobre ellos. Nuevamente, puesto que Dios no es simplemente una “fuerza”, el Pentateuco frecuentemente representa este juicio como una expresión de la ira de Dios. Es debido a que se trata de una persona que nos creó en amor para tener comunión con él que su respuesta a nuestra autodestrucción no es un desinterés frío y judicial. Su ira es el complemento necesario de su amor.

3. El mundo.

Como ya se ha mencionado antes, la Torá considera que el mundo es distinto del Creador del mundo. Es una creación, una cosa totalmente nueva. Por tanto, la manipulación del mundo no tiene efecto alguno sobre Dios. Antes bien, el mundo está totalmente sujeto a la voluntad de Dios. Él puede intervenir en sus procesos cuando y como quiera, aunque normalmente decide dejar que esos procesos continúen al riTexto Masoreticoo y en la medida que originalmente planeó. Como creación que es, tiene su propia realidad. No es un reflejo de una realidad fundamental. Es la propia realidad. Así que lo que tiene lugar aquí no es el resultado de acciones llevadas a cabo en el mundo invisible “real”. Aquí es posible el libre albedrío con efectos pertinentes y fáciles de ver que son fruto de esas decisiones. En su expresión original, el mundo era completamente bueno. Esto es, se correspondía plenamente con el diseño original del Creador. Al igual que los seres humanos, el mundo físico se ha visto afectado por el pecado humano, pero esto no ha destruido totalmente su capacidad de revelar lo que Dios había planeado hacer en él. Ahora es un lugar de frustración en el trabajo y de dolor en las relaciones humanas, aunque todavía es posible que los humanos experimenten en cierta medida el placer y la satisfacción que Dios quiso que proporcionara. Pero solamente puede aportar eso si es mantenido y cuidado bajo el cuidado de los seres humanos tal como Dios ordena.

4. La humanidad.

Los seres humanos son la cúspide de la creación. No son una ocurrencia tardía creada para proveer para las necesidades de los dioses, como en la historia babilonia de los orígenes, Enuma Elish, ni son esclavos de los dioses creados para realizar las tareas desagradables que los dioses no deseen llevar a cabo, como en algunas historias egipcias. Más bien, los humanos son socios de Dios en el mantenimiento y cultivo del mundo. Como tales, los humanos son seres de un orden distinto al del resto de la creación. Son un orden separado de la creación, que trasciende al resto del mundo, del mismo modo que Dios trasciende a toda la creación. Estos dos aspectos los expresa de forma concreta Génesis 2, cuando Dios deja que Adán ponga nombre a los animales, estableciendo así simbólicamente su naturaleza. Adán comparte con Dios la tarea de gobernar el mundo de la naturaleza y es alguien separado de ella.

Los seres humanos están hechos a imagen de Dios. Aunque el Pentateuco no especifica en ningún lugar qué significa exactamente eso, parece claro que al menos incluye la naturaleza personal de Dios y una capacidad para relacionarse con él. Algunos han sugerido que también incluye al autoconciencia, la capacidad de trascender a uno mismo. Pero esto sólo se puede deducir. Los humanos están diferenciados sexualmente, y nada indica que esta diferenciación no fuera algo previsto desde el principio. No encontramos nuestra verdadera identidad en el egocentrismo, sino en la comunión con otros y en darnos a los demás. Los humanos se han pervertido como resultado de la rebelión. En su intento por convertirse en seres moralmente autosuficientes, nuestros primeros padres se apartaron de la relación de dependencia con Dios para la que había sido hecho, y provocaron un daño irreparable a la raza humana a corto plazo. En ningún lugar se dice esto más claramente que en Génesis 6:5: “toda intención de los pensamientos de su corazón era sólo [hacer] siempre el mal” (LBLA). Este mismo pensamiento aparece otra vez en Génesis 8:21 y Deuteronomio 31:21. Ha ocurrido algo en la manera misma que tenemos de formar nuestros pensamientos e ideas, de manera que tenemos una resistencia innata a la autoridad, un deseo irrefrenable por poseer y un temor de que otras personas nos priven de nuestras querencias. La prueba de estas características se encuentra a lo largo de todo el Pentateuco, desde Caín a Coré y Datán, y Moisés supone que continuará en su cántico en Deuteronomio 32, que está compuesto explícitamente como testimonio contra el pueblo cuando éste se vuelva contra Dios en el futuro (Dt 29:24–29). No obstante, el Pentateuco declara que los humanos se pueden redimir si siguen el modelo de Abraham y Moisés, confiando en el amor de Dios, creyendo en lo que dice acerca del camino de la redención y obedeciendo sus mandamientos.

5. El pecado.

El pecado se entiende como cualquier ofensa contra la vida tal como Dios la planeó. Consiste en errar el blanco que Dios diseñó para la humanidad, sea intencionada o involuntariamente (ḥaṭṭā‘t, “pecado”); es la expresión de un retorcimiento interior (‘āwōn, “iniquidad”, “culpa”); es, por último, sobrepasar los límites que Dios ha establecido para la humanidad (peša‘, “transgresión”, “rebelión”). En el paganismo, las ofensas contra los dioses se limitaban mayormente a traspasar, a menudo de forma inconsciente, alguna de las áreas de la vida que los dioses habían reservado para ellos. Este no es el caso en el Pentateuco. Aunque se presta considerable atención a la manera de afrontar los efectos del pecado no intencionado (cf. Lv 1–7; 16), se deja claro desde el principio que la característica distintiva de la conducta humana que los separa de su Creador es la desobediencia deliberada de su voluntad claramente expresada (Gn 2–3). En concreto, es el intento de definir por uno mismo lo que es “bueno” y lo que es “malo”. Se trata de rehusar admitir la trascendencia. Los humanos serán Dios en sus vidas (cf. Nm 15:30– 36). El resultado es el que se ha analizado antes: una forma de pensar pervertida en la que, en cualquier tema, las personas tienden a alejarse de la sumisión a Dios y la obediencia a su voluntad. Ya no hace falta que nadie les diga, como le ocurrió a Eva, que no se puede confiar en Dios. Los seres humanos lo creen de manera instintiva. Por tanto el Pentateuco presenta la asombrosa y demasiado familiar escena de personas que han experimentado el cuidado paternal de Dios por ellos una y otra vez pero que están convencidas de que en cada nueva crisis Dios quiere hacerles daño. Como consecuencia de esta condición, la humanidad ha caído en la oscuridad teológica, ignorando los propósitos y los caminos de Dios, con el consiguiente resultado de que incluso cuando se les da la posibilidad de no transgredir intencionadamente los caminos de Dios, constantemente se quedan por debajo del ideal y se convierten en espiritualmente impuros. El pecado no se ha convertido meramente en determinadas acciones, sino en una actitud hacia Dios. El Pentateuco aborda todas estas condiciones de una manera muy concreta y también muy profunda.

6. La salvación.

Desde su mismo inicio el Pentateuco se dedica a la solución del problema del pecado. ¿Cómo pueden los seres humanos volver a tener comunión con Dios y recibir así las bendiciones para las que fueron originalmente creados? Desde un punto de vista, el relato del diluvio sirve para mostrar lo que no va a funcionar. Los efectos del pecado han calado tanto en la naturaleza humana que incluso si se preservara a las personas vivas que mejor se comportan y se destruyera al resto, el pecado como actitud seguiría levantando su fea cabeza (Gn 9:20– 23). De alguna manera habría que afrontar el pecado en un plano distinto. Debía haber una actitud de cambio antes de que pudiera darse un cambio de conducta. Y en todo esto era necesario que hubiese algún modo para que los humanos volvieran a entrar en la presencia de Dios, sin la cual la vida es sólo existencia.

Para abordar estas cuestiones Dios comenzó por el principio. Adán y Eva desobedecieron a Dios porque no creyeron que lo que él había dicho fuera a ocurrirles a ellos si desobedecían. Y no creyeron su palabra porque se habían convencido de que no podían confiar en que él fuera a proveer para sus necesidades más básicas (física—comida; estética—belleza; intelectual—sabiduría). Así que Dios empezó con otra pareja, mostrándoles su absoluta fiabilidad. Se ocupó de sus necesidades más básicas (lugar, progenie, posteridad) y prometió proveerles de todo esto si ellos le permitían que lo hiciera.

Una vez establecida la fiabilidad de Dios, a Abraham se le concedió la oportunidad de creer en una promesa francamente increíble. Cuando Abraham hubo pasado esta prueba (tras algunos desvíos a lo largo del camino), estaba preparado para la prueba final, la de la obediencia. Una vez más la pasó con nota. Este patrón se desarrolla dos veces más en el libro del Génesis, en las historias de Jacob y José. De este modo se restablece el paradigma para experimentar la bendición de Dios. Pero no sólo se restaura el paradigma; en la obediencia de los patriarcas se levanta una plataforma sobre la cual se pueden abordar tanto los resultados como la esencia del pecado. Un Dios justo no puede simplemente ignorar los resultados del pecado en el mundo, y un Dios de amor no puede dejar que la naturaleza contagiosa del pecado continúe contaminando a la raza humana. Así pues, las narraciones patriarcales son medios, no fines. Preparan el terreno para algo que va más allá de sí mismos: la alianza.

6.1. Alianza. Ya se introdujo el concepto de alianza en el relato de Noé. Dios se comprometió solemnemente a no destruir el mundo con agua nunca más. Este tipo de autolimitación voluntaria por parte de un dios por amor a los seres humanos ya era bastante extraña en sí misma, pero los desarrollos que siguieron todavía fueron más extraños. En Génesis 15, la respuesta de Dios a la fe de Abraham fue, nuevamente, el juramento solemne de mantener sus promesas a Abraham. Pero en este caso el compromiso divino se solemnizó mediante una ceremonia en la que la deidad se condenaba a sí mismo a la muerte en caso de romper su palabra. Una vez más, se trataba de algo inaudito en el mundo antiguo. Se le daba la vuelta directamente al patrón habitual. En vez de ser al ser humano a quien se le exigiera tan temible compromiso para con su dios, mientras éste no aceptaba obligación alguna, aquí era la divinidad la que se colocaba a sí misma bajo la condena de muerte, mientras que al devoto ¡no se le exigía nada! Sólo en Génesis 17 se le impone a Abraham la primera obligación del pacto, y es la aparentemente bastante inocua de la circuncisión, que le señalaba a uno como devoto de Dios.

En todo esto Dios estaba preparando cuidadosa-mente el terreno para lo que aparecería en Éxodo 19 y siguientes. El pecado había hecho tres cosas: había hecho imposible que el “rostro” (la presencia de Dios) morara con los humanos en una comunión perfecta, había abocado a los humanos a una ignorancia delibe-rada del carácter y la naturaleza santos de Dios y los había hecho incapaces de reproducir el carácter divino en su vida en el mundo de Dios. Génesis había mostrado que los requisitos previos para volver a Dios eran la confianza, la fe y la obediencia. Pero las cuestiones esenciales descritas anteriormente no se habían abordado. La alianza del Sinaí era el medio de afrontarlas, de mostrar cómo se abordarían en último término.

Como ya se ha observado al hablar de la santidad de Dios, la presente división de la Torá en libros oscurece la unidad del material entre Éxodo 19 y Números 10, la descripción de lo que ocurrió en el Sinaí durante el año y veinte días que el pueblo de Israel pasó allí. Cuando se considera este material como una unidad, emergen importantes percepciones sobre la alianza. Éxodo 19 describe la preparación para la alianza, recordándonos que la alianza no es el medio de establecer una relación con Dios, sino una respuesta a su gracia previa. Éxodo 20–24, que contiene el Decálogo y el libro de la alianza, describe la base sobre la que la relación entre Dios y los seres humanos puede continuar existiendo: una lealtad absoluta y la replicación del carácter divino en cada área de la vida. En Éxodo 25– 40 se describe el objetivo de la alianza, que no es otro que la residencia de Dios en medio de su pueblo tal como representa el tabernáculo. En las instrucciones para la edificación, amueblamiento y servicio del tabernáculo (Ex 25–31), y en el posterior informe sobre cómo se llevaron a cabo esas instrucciones (Ex 35–40), la palabra santo aparece una y otra vez, alcanzándose una especie de clímax cuando se dice que debía colocarse una lámina de oro en en la parte frontal del turbante del sacerdote, en el que aparecían las palabras “Santidad a El Señor” (Ex 28:36; 39:30). Así, cuando el libro del Éxodo alcanza su momento cumbre con la gloria del Señor que llena el tabernáculo (Ex 40:38), se plantea una pregunta: ¿Cómo puede un Dios absolutamente santo vivir en medio de un pueblo pecaminoso sin destruirlo? La respuesta se ofrece en Levítico 1–16 (17).

El medio para mantener la alianza no es otro que la gracia de Dios, que proporciona continua expiación para aquellos que desean permanecer en una relación de pacto con él. Es significativo que la expiación no el medio de entrar en alianza. Se entra en alianza confiando, creyendo y obedeciendo a Dios. También es importante observar que la expiación no se da para aquellos que insisten en pecar “con la mano alzada”—con atrevimiento—como Nadab y Abiú (Lv 10:1–7). Se da casi por completo a aquellos que tratan de vivir en obediencia a Dios y que desde una perspectiva externa lo hacen así. Levítico 10:8–15:33 es un paréntesis provocado por la tragedia de 10:1–7.

En Levítico 1–9 Dios había intentado mostrarle a su pueblo que su santidad constituía un peligro positivo para los humanos y que solamente él podía definir los términos de su relación. Nadab y Abiú demostraron que la lección no había sido aprendida. De manera que Dios dio una serie completa de lecciones prácticas para ayudar al pueblo a aprender que la distinción entre santo y profano, puro e impuro, es real. En Levítico 16:1 se vuelve al lector a lo que originalmente pretendía ser la culminación de los capítulos 1–9, el día de la Expiación. Como apéndice del capítulo 16, Levítico 17 nos cuenta que la expiación exige el derramamiento de sangre (Lv 17:11). Tal como había dejado claro Génesis 2, el pecado trae como consecuencia la muerte, así que a menos que se produzca una muerte en lugar nuestro, no podemos tener comunión con Dios, por mucho que lo deseemos. Pero el propósito de la alianza no es la expiación. La expiación solamente es el medio para mantener la alianza. El propósito de la alianza es que los humanos puedan compartir el carácter de Dios. Esto es lo que muestra la siguiente sección de la unidad, Levítico 18–27, que afirma una y otra vez que Dios espera que su pueblo sea santo como él es santo. Esta no es la mera descripción de una condición teológica, como deja bien claro la sección. El mandamiento a ser santo va seguido de mandatos éticos, civiles y ceremoniales concretos. La santidad es una manera de vivir, una manera de vivir que refleja el carácter santo de Dios. La sección final de la unidad, Números 1–9, vuelve a tratar el objetivo de la alianza, la presencia de Dios en medio de su pueblo en el tabernáculo. Nuevamente, como en Éxodo 40:38, la declaración culminante se encuentra en Números 9:15, que cuenta que la nube de la gloria de Dios cubrió el tabernáculo.

6.2. La ley. Por tanto, la obediencia a los manda-mientos de la alianza nunca pretendió ser la forma de entablar una relación con Dios. Más bien, tal obediencia se esperaba que fuera la respuesta agradecida a la revelación de la gracia de Dios en su liberación de la esclavitud. Como humanos, que se acogen a la continua provisión misericordiosa de expiación de Dios, experimentan la gracia de la presencia santificadora de Dios (Lv 22:31–32), se espera de ellos que manifiesten la vida de Dios. Una vida santa es el resultado necesario y natural de una experiencia genuina de la gracia de Dios. El concepto de la ley que tanto Jesús como Pablo atacaron de manera tan vehemente, de que por medio de la obediencia uno podía conseguir el favor de Dios, no está presente ni en el Pentateuco ni en el AT. Es una perversión farisaica. La alianza no existía para mostrar a los humanos que podían obedecer a Dios y así agradarle. Antes bien, existía para mostrarles que incluso con la mejor de sus voluntades no podían lograr su carácter santo en ellos. Esto es lo que el Pentateuco y el resto del AT ponen de manifiesto. Hasta la esperanza de Moisés expresada en Números 11:29, la entrega del Espíritu Santo, fue hecha posible por la muerte de Jesús en la cruz, esa vida santa solamente era una esperanza vana. Pero cuando vino la cruz, prefigurada en Levítico 16, el cumplimiento de la alianza, vivir una vida santa y experimentar el “rostro” de Dios en el tabernáculo del corazón humano, se convirtió en una posibilidad genuina.

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