Los fraudes del darwinismo -03- El hombre de Orce

 


La historia del hombre de Orce, que empezó en la década de los 80 y duró hasta principios del siglo XXI, ilustra de forma explícita las intrigas, envidias, deslealtades, descalificaciones personales, así como las batallas mediáticas que envuelven, a veces, el mundo de los fósiles humanos.  


En el mes de junio de 1983, se presentó en el salón de actos de la Diputación de Granada el fósil de un fragmento de cráneo, hallado en un yacimiento del pueblo granadino de Orce, que sus descubridores denominaron VM-0 y que los periodistas divulgaron pronto como “el hombre de Orce”. Tres investigadores catalanes, Josep Gibert, Jordi Agustí y Salvador Moyà-Solà, afirmaron ante una sala llena de reporteros que aquel hallazgo parecía pertenecer a un antepasado del hombre y que, si era así, podría revolucionar la paleontología humana por tratarse del primer europeo.  


Ninguno de los tres jóvenes paleontólogos se imaginaba entonces las desavenencias y disgustos que durante años les iba a proporcionar aquél pequeño fósil. El VM-0 tenía la parte interna pegada a una roca y, por tanto, no era posible observar las rugosidades de la superficie interna del cráneo (endocráneo). Al principio, todo parecía ir viento en popa.  


La opinión pública en España recibió bien la noticia y se empezó a hablar del “descubrimiento de siglo”. Josep Gibert -que también era catedrático de ciencias naturales en el Instituto de Bachillerato Egara (situado entre Terrassa y Sabadell)- se hizo popular en los principales medios de comunicación del país y hasta los políticos del momento, sobre todo el presidente de la Diputación de Barcelona y el consejero de cultura de la Junta de Andalucía, firmaron un convenio de colaboración científica para seguir financiando las investigaciones en el yacimiento de Venta Micena. El descubrimiento fue publicado en la revista científica del Instituto de Paleontología de Sabadell (Barcelona) y algunos especialistas extranjeros, como el matrimonio francés Henry y Marie-Antoinette de Lumley, estudiaron el fósil y dieron su aprobación. En efecto, parecía tratarse de un resto humano.  


No obstante, unos meses después de la presentación, todo empezó a cambiar. En abril de 1984, después de eliminar la porción de caliza que cubría parte del endocráneo, se descubrió algo que nadie se esperaba. Una cresta interna que parecía incompatible con los cráneos humanos.  


Ante esta dificultad, los tres investigadores llevaron el fósil a Paris, lugar donde residía el matrimonio Lumley, para que éstos lo volvieran a examinar y dieran de nuevo su opinión. La experta en anatomía, Marie Antoniette, concluyó que el famoso hombre de Orce no era, en realidad, un hombre sino un potro joven prehistórico perteneciente al género Equus que incluye a los caballos y asnos. El propio Dr. Gibert lo relata así: “A primeros de mayo de 1984, M.A. de Lumley expresó su opinión de que podía tratarse de un potro de dos meses, opinión que trascendió a la prensa y dio lugar a una gran campaña de desprestigio, apoyada en parte por numerosos científicos de nuestro país que nunca habían visto la pieza.”1 


Estas declaraciones de los paleontólogos franceses provocaron la ruptura del equipo descubridor español. Agustí y Moyà-So aceptaron el veredicto de los colegas galos, mientras que Gibert continuó defendiendo al hombre de Orce hasta su fallecimiento, ocurrido en el año 2007. 


Hojeando el libro divulgativo del Dr. Gibert, El hombre de Orce (Almuzara, 2004), se descubren parte de los sentimientos que experimentó durante más de dos décadas y también algunas ilustraciones imaginativas de cómo se supone que debió ser el ambiente de tal criatura (fig. 4). En esta obra se describe la división del equipo investigador, así como las rivalidades con los paleontólogos de Atapuerca y con el congreso que se celebró en Madrid, las descalificaciones personales y también las acusaciones de fraude. Refiriéndose a tres catedráticos españoles de paleontología, que habían sido antiguos alumnos, como el propio Gibert, del Dr. Crusafont (también catedrático de paleontología en la Universidad de Barcelona), escribe que: “publicaron una carta abierta a todos los medios de comunicación en otoño de 1985, en la que criticaban la metodología de nuestras investigaciones y me calificaban de ‘mero coleccionista de fósiles’, que, sin duda, es una de las peores afrentas que se le puede hacer a un investigador en paleontología, pues pone de manifiesto, inequívocamente, la falta de criterios científicos (…) Los tres catedráticos, nunca se han retractado. Su carta fue terrible. Ningún político se opone a tres catedráticos, así que me cesaron como director del Instituto de Paleontología de manera fulminante, y empezaron mis problemas para conseguir recursos”.2 Incluso, uno de estos académicos le llegó a decir personalmente a Gibert que “la verdad la tienen los catedráticos y Dios”. 


Los medios de comunicación se hicieron eco inmediatamente de tal desacuerdo entre especialistas y El País publicó, en portada, las dudas entorno al hombre de Orce, citando la opinión de la Dra. Marie-Antoinette (fig. 5). Pronto el hombre de Orce se convirtió en “el burro de Orce” y el único de los descubridores que siempre defendió la causa de la existencia del homínido, en contra de la opinión de la mayoría, fue el Dr. Gibert. En el año 1987, sus otros colegas, Agustí y Moyà-Solà, publicaron un trabajo científico en el que se asignaba definitivamente el fragmento óseo al género Equus. Esto se divulgó en casi todos los periódicos de la época que, desde luego, representaron también un importante papel en dicha controversia paleontológica. Actualmente, después de transcurridas más de tres décadas, el que fuera famoso hombre de Orce ya no es aceptado oficialmente por la comunidad científica. Sin embargo, en el pequeño Museo de Prehistoria “Josep Gibert” del pueblo granadino de Orce, todavía se exhibe este pedacito de cráneo como genuino hombre prehistórico. 


Blanca, la hija del Dr. Gibert, colaboradora en las campañas de su padre, manifiesta las siguientes palabras en el epílogo del libro: “He visto muy de cerca que la ciencia, en muchas ocasiones, y como otras tantas cosas de la vida, se mueve por intereses no muy acertados. Ahora pienso que, si en paleontología existen estas intrigas, no puedo llegar a imaginarme lo que debe ser dentro de otras ciencias que mueven intereses económicos (medicina, farmacia, genética, etc.) (…) A partir de ese momento ya no sólo dejé de creer en cómo funciona la ciencia sino también en cómo funcionan las personas”.3 


La historia de Orce pone de manifiesto, además de estas dramáticas discrepancias científicas, ciertas peculiaridades de la paleontología. Ninguna otra disciplina suele generar tanta polémica en el avance y desarrollo de sus conocimientos. ¿Cómo puede ser que la relación entre el número de fósiles descubiertos y la teoría que sustenta la especialidad sea inversamente proporcional? ¿Cómo justificar que cuantos más datos se tienen menos se comprenda la filogenia porque ésta se complica? ¿Por qué un simple hallazgo fósil es capaz de derribar todo un cuerpo de doctrina? 


Estas cuestiones pueden evidenciar que las teorías de la evolución humana, igual que los mitos primitivos, refuerzan los sistemas de valores de sus creadores ya que reflejan la imagen histórica que éstos tienen de sí mismos y de la sociedad en la que viven. De alguna manera, la idea evolucionista del origen del hombre cumple hoy prácticamente la misma función que cumplían los mitos en las culturas precientíficas.  


El origen del ser humano suele concebirse a partir de un supuesto héroe mítico, un simio (todavía desconocido) que abandona su refugio seguro entre los árboles del bosque para adentrarse peligrosamente en la sabana abierta. Ahí adquiere el don de caminar erguido, su cerebro aumenta de tamaño y le permite hablar, mientras las manos logran mayor habilidad para manipular objetos o hacer herramientas. Y, después de superar toda una serie de adversidades naturales, sobrevive, desarrolla cierta tecnología, crea sociedad con sus congéneres y se transforma en un verdadero ser humano. Este relato se intenta hacer pasar por científico y se rellena con datos fósiles para justificarlo pero, en el fondo, excede con mucho aquello que los restos petrificados pueden realmente demostrar. De hecho, los paleoantropólogos son como narradores de historias que poseen bastantes elementos míticos. Esta naturaleza altamente subjetiva de la paleontología humana hace que tal disciplina tenga la forma pero no el contenido de una verdadera ciencia. 

 

Referencias  

  1. Gibert, J., 2004, El hombre de Orce, Almuzara, p. 45. 

  1. Gibert, J., 2004, El hombre de Orce, Almuzara, p. 56. 

  1. Gibert, J., 2004, El hombre de Orce, Almuzara, p. 432. 

  1. Adan y Eva Frente a Darwin, Antonio Cruz, pag. 123-127  

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