El ojo, la pesadilla de la evolución
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Hablando cerca de los órganos que presentan una perfección y
complicación extremas como puede ser el ojo, Darwin
escribió:
«Parece absurdo de todo punto, lo confieso
espontáneamente, suponer que el ojo, con todas sus inimitables
disposiciones para acomodar el foco a diferentes distancias, para
admitir cantidad variable de luz y para la corrección de las
aberraciones esférica y cromática, pudo haberse formado por
selección natural … [Pero] La razón me dice que si puede
demostrarse que existen numerosas gradaciones desde un ojo
sencillo e imperfecto a un ojo complejo y perfecto … entonces la
dificultad de creer que … pudo formarse por selección natural,
aunque insuperable para nuestra imaginación, no sería
considerada como destructora de nuestra teoría … [No obstante]
Si pudiera demostrarse que existió algún órgano complejo que tal
vez no pudo formarse por modificaciones ligeras, sucesivas y
numerosas, mi teoría se vendría abajo por completo» (Darwin,
1980: 196,199).
Esto último es precisamente lo que acaba de suceder con los
nuevos descubrimientos de la ciencia bioquímica. Los
especialistas se han dado cuenta de que ciertos órganos o
sistemas, llamados «irreductiblemente complejos», no han podido
originarse mediante modificaciones ligeras y graduales como
propone el darwinismo (Behe, 1999: 60). ¿Qué es un sistema
irreductiblemente complejo? Pues un órgano o función fisiológica
compuestos por varias piezas o etapas que interactúan entre sí,
dependiendo unas de otras y contribuyendo entre todas a
realizar una determinada función básica. Si se elimina una sola
de tales piezas o etapas, el sistema deja automáticamente de
funcionar.
Un sistema así no se puede haber producido por evolución,
porque cualquier precursor que careciera de una parte concreta
sería del todo ineficaz. ¿De qué serviría un oído sin tímpano, un
ojo sin cristalino o una nariz sin células olfativas? Por mucho que
insista el darwinismo, la décima parte de un ojo no sirve para
nada. Los órganos de los seres vivos tuvieron que originarse necesariamente como unidades integradas para poder funcionar
de manera correcta desde el principio. El ejemplo más sencillo
propuesto por Behe es el de la ratonera. Mediante tal artilugio,
formado básicamente por cinco piezas, se persigue solo una cosa:
cazar ratones. La plataforma de madera soporta un cepo con su
resorte helicoidal y una barra de metal para sujetar el seguro que
lleva atravesado el pedacito de queso. Si se elimina una de tales
piezas, la ratonera deja de funcionar. Se trata, por tanto, de un
sistema irreductiblemente complejo.
Cualquier sistema biológico que requiera varias partes
armónicas para funcionar puede ser considerado como
irreductiblemente complejo. El ojo, que tanto preocupaba a
Darwin, es en efecto uno de tales sistemas. Cuando un simple
fotón de luz penetra en él y choca con una célula de la retina, se
pone en marcha toda una cadena de acontecimientos
bioquímicos en la que intervienen numerosas moléculas
específicas como enzimas, coenzimas, vitaminas e incluso iones
como el calcio y el sodio. Si una sola de las precisas reacciones
que estas moléculas llevan a cabo entre sí se interrumpe, la visión
normal resulta imposible y puede sobrevenir la ceguera.
La extrema sofisticación del proceso de la visión elimina la
posibilidad de que el aparato ocular se haya originado mediante
transformación gradual. Para que el primer ojo hubiera podido
ver bien desde el principio era necesario que dispusiera ya
entonces de todo el complejo mecanismo bioquímico que posee
en la actualidad. Por tanto, el ojo no pudo haberse producido por
evolución de lo simple a lo complejo como propuso Darwin, sino
que manifiesta claramente un diseño inteligente que le debió
permitir funcionar bien desde el primer momento. La misma
selección natural a la que tanto apela el darwinismo se habría
encargado de eliminar cualquier forma que no funcionase
correctamente.
El darwinismo ha multiplicado por cincuenta el problema del
origen del ojo al reconocer que este ha evolucionado de manera
independiente todas esas veces en los distintos grupos de
animales. El ojo de los insectos tiene poco que ver con el de los
pulpos, peces, reptiles o aves. Son órganos diferentes que
funcionan de distinta manera. Pero el argumento que se utiliza
para explicar semejante dificultad es completamente absurdo y
tautológico. Si la visión, se dice, ha surgido tantas veces en los
diferentes linajes animales, debe tratarse de algo relativamente
fácil de conseguir para la evolución. Es decir, se supone como
cierto precisamente aquello que se debería demostrar, que los
ojos aparecieron por evolución.
Pues bien, una vez más la genética ha venido a crear una
nueva paradoja para el evolucionismo. Resulta que existe un
gen, el llamado eyeless, que es esencial para el desarrollo del ojo
en todos los animales. Una mutación del mismo puede causar la
enfermedad de la Aniridia, la cual afecta el desarrollo del ojo en
las personas, pero también disminuir el tamaño del ojo en el
ratón o incluso hacer que una mosca nazca sin ojos. Se ha
descubierto que al trasplantar artificialmente dicho gen de los
humanos a la mosca, le genera ojos allí donde se le fuerza a
activarse. Esto significa que la función de dicho gen, así como
toda la complicada red de genes y proteínas asociada a él, se han conservado intactos en todos los animales a lo largo de las eras
geológicas. Si hubieran cambiado lo más mínimo, como presume
la evolución, el gen humano sería incapaz de crearle un ojo a la
mosca.
El proceso genético, bioquímico y fisiológico mediante el cual
se forma un ojo en el ser humano es prácticamente idéntico al
que lo produce en la mosca. Es evidente que tal proceso no ha
podido evolucionar independientemente en los insectos y en los
vertebrados, sino que debe existir desde el principio de los
tiempos. El complicado fundamento de la construcción del ojo,
que es el mismo en todos los animales bilaterales, no ha
evolucionado por separado en los más de cincuenta grupos
zoológicos con visión ocular, sino que se ha mantenido intacto
desde que fue diseñado. Esta constatación de la ciencia actual
supone un serio inconveniente para las tesis transformistas y un
fuerte respaldo a la fe en el Creador del cosmos que lo inventó
todo de manera inteligente.
1- Este estudio ha sido extraído del libro "Darwin no mató a Dios - Antonio Cruz, pag. 169-172
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