Proceso de la salvación | Soteriologia con Feliberto Vásquez Rodríguez

 


La parte de Dios

Obra del Padre. Aunque también hay responsabilidad humana, antes que nada está la parte divina en la que Dios actúa con soberanía para asegurar la salvación del creyente.

(1) Elección. La pregunta sobre la elección no es si se entiende, sino si la Biblia la enseña. Si es así, como con cualquier otra doctrina, tenemos la obligación de creerla. La doctrina de la elección incluye varias áreas: Israel es el pueblo escogido (Dt. 7:6); hay ángeles escogidos (1 Ti. 5:21); los sacerdotes levíticos eran escogidos (Dt. 18:5), el profeta Jeremías fue escogido (Jer. 1:5) y los creyentes son escogidos (Ef. 1:4).

¿Qué es la elección? Puede definirse como “el acto eterno de Dios por medio del cual escoge cierta cantidad de personas para que reciban la gracia especial de la salvación eterna, según le place en su soberanía y sin prever mérito alguno por parte de ellos”.[1] Uno de los principales pasajes con respecto a la elección es Efesios 1:4, con su declaración “nos escogió”. El verbo escogió corresponde al griego eklego, cuyo significado es “llamar” de entre los demás. La palabra quiere decir que Dios escogió algunos individuos de las masas. Más aún, siempre se usa en voz media, lo cual quiere decir que es Dios quien escoge para sí. Esto describe el propósito de la elección: Dios escogió a los creyentes para estar en comunión con Él y reflejar su gracia al vivir una vida redimida.

Hay varias características que se deben notar en la elección: tuvo lugar en el pasado eterno (Ef. 1:4); es un acto del Dios soberano y acorde con su voluntad (Ro. 9:11; 2 Ti. 1:9); es una expresión del amor de Dios (Ef. 1:4); no está condicionada al hombre de ninguna manera (2 Ti. 1:9; Ro. 9:11); refleja la justicia de Dios, y no puede acusarse a Dios de injusto en la elección (Ro. 9:14, 20).

(2) Predestinación. La palabra predestinación viene del griego proorizo, que quiere decir “señalar de antemano”, y ocurre seis veces en el Nuevo Testamento (Hch. 4:28; Ro. 8:29-30; 1 Co. 2:7; Ef. 1:5, 11). La palabra horizonte en español se deriva de proorizo. Dios, con su elección soberana, señaló a los creyentes desde el pasado eterno. Se pueden ver varias características de la predestinación: incluye todos los eventos, no sólo la salvación individual (Hch. 4:28); determina nuestro estatus de hijos adoptados de Dios (Ef. 1:5); asegura nuestra glorificación última (Ro. 8:29 30), su propósito es ensalzar la gracia de Dios (Ef. 1:6); asegura nuestra herencia eterna (Ef. 1:11) y concuerda con la libre elección de Dios y con su voluntad (Ef. 1:5, 11).

Sin embargo, la elección y la predestinación de Dios no eliminan la responsabilidad del hombre. Aunque las dos se enseñan en las Escrituras, el hombre sigue siendo responsable de sus elecciones. Las Escrituras nunca sugieren que el hombre se perdió porque no fue escogido o porque no estaba predestinado; enfatizan que el hombre está perdido porque rehúsa creer en el evangelio.

(3) Adopción. La palabra adopción (gr., huiothesia) significa “ubicar como hijo” y describe los derechos, privilegios y la nueva posición del creyente en Cristo. La palabra proviene de la costumbre romana, donde al hijo adoptado se le daban los derechos de un hijo natural mediante una ceremonia legal. Cuatro cosas ocurrían en este rito: “[a] El hijo adoptado perdía todos los derechos en su familia antigua, y ganaba todos los de un hijo completamente legítimo en su nueva familia. [b] Se hacía heredero de las propiedades de su nuevo padre. [c] Se borraba completamente la vida de la persona adoptada. Por ejemplo, todas las deudas se cancelaban; se borraban como si nunca hubieran existido. [d] La persona adoptada era literal y absolutamente hijo de su nuevo padre ante los ojos de la ley.[2]

Pablo emplea ese trasfondo romano para describir el nuevo estatus que el cristiano tiene en Cristo. Mediante la adopción, el creyente se libera de la esclavitud y pasa a la libertad y madurez en Cristo (Ro. 8:15). Mediante la adopción, el creyente es liberado de la atadura de estar bajo la ley y pasa a tener un nuevo estatus de hijo (Gá. 4:5). Con ella, el creyente disfruta una relación nueva donde puede llamar a Dios “¡Abba, Padre!” (Ro. 8:15; Gá. 4:6), un término íntimo que usa el niño cuando se dirige a su padre. Efesios 1:5 indica que el acto de la adopción está conectado con la predestinación, pues tuvo lugar en el pasado eterno pero se ejecuta cuando la persona cree en Jesucristo.

Obra de Cristo. Cuando se analiza el proceso de la salvación, la obra de Cristo es suprema para alcanzarla. Su parte principal es la muerte de Cristo como expiación sustitutiva por el pecado, la cual asegura que el hombre es libre de la pena y atadura del pecado, y satisface la demanda justa del Dios santo.

Otro aspecto importante de la salvación que no se había mencionado antes es la santificación. La palabra santificación (gr., hagiasmos) quiere decir “apartar”. Es la misma palabra cuya raíz se encuentra en las palabras santo y santidad. Santificación y otros términos relacionados se usan de formas variadas en el Antiguo y el Nuevo Testamento. No obstante, hay tres aspectos principales de la santificación con respecto al creyente del Nuevo Testamento.

(1) Santificación posicional. Se refiere a la posición del creyente ante Dios, con base en la muerte de Cristo. En la santificación posicional se considera santo al creyente ante Dios; se le declara santo. Es usual que Pablo comience sus cartas refiriéndose a los creyentes como santos (Ro. 1:7; 2 Co. 1:1 y Ef. 1:1). Cabe destacar que se dirige a un grupo tan carnal como la iglesia de Corinto, como “los santificados en Cristo Jesús” (1 Co. 1:2). Dicha santificación posicional se logra a través de la muerte única y definitiva de Cristo (He. 10:10, 14, 29).

(2) Santificación experimental. Aunque la santificación posicional del creyente es segura, su santificación experimental puede fluctuar, pues está relacionada con su experiencia y su vida diaria. La oración de Pablo es que los creyentes sean santificados por completo en su experiencia (1 Ts. 5:23); Pedro ordena a los creyentes a ser santos (1 P. 1:16). Tal santificación experimental crece en tanto el creyente dedica su vida a Dios (Ro. 6:13; 12:1-2) y se alimenta con la Biblia (Sal. 119:9 16). Claramente, hay factores adicionales en la santificación experimental.

(3) Santificación final. Es un aspecto futuro de la santificación, y anticipa la transformación final del creyente a semejanza de Cristo. En ese tiempo los creyentes se presentarán ante el Señor sin mancha (Ef. 5:26-27).

Obra del Espíritu Santo. La obra del Espíritu Santo en la salvación incluye el ministerio de convencer al incrédulo, regenerar la persona para darle vida espiritual, habitar en el creyente, bautizarlo en unión con Cristo y con otros creyentes y sellarlo.

La parte del hombre

La cuestión de los términos de la salvación es importante, porque está en juego la pureza del evangelio. ¿Cuáles son los términos de la salvación? ¿La salvación necesita algo más que fe? El asunto es crítico, porque Pablo declaró anatema a quien predicase un evangelio contrario al predicado por él (Gá. 1:8-9).

Perspectivas erróneas. Hay varias perspectivas falsas de las condiciones humanas para obtener la salvación. Tales perspectivas añaden condiciones a la respuesta de fe del ser humano, y con ello anulan la gracia de Dios y corrompen la pureza del evangelio. Algunas de tales falsas perspectivas son las siguientes.[3]

(1) Arrepentirse y creer. No debe entenderse el arrepentimiento como una condición separada de creer en Cristo. Si se cita el arrepentimiento como condición de la salvación en términos de sentirse mal por los pecados propios, entonces hay un mal uso del término. No debe entenderse como un paso separado. Hechos 20:21 indica que el arrepentimiento y la fe no han de verse como asuntos separados en respuesta al evangelio, sino que juntos significan creer en Cristo. Creer en Cristo es cambiar de mente en relación con Cristo y confiar sólo en Él para la salvación.

(2) Creer y bautizarse. La sugerencia parte de no entender bien Hechos 2:38. Pedro no sugirió que el bautismo fuera necesario para el perdón de los pecados; antes bien, estaba haciendo un llamado a los miembros de esa generación, culpable de haber crucificado a Cristo, a separarse de quienes estaban bajo el juicio de Dios. Dicha separación usaría el bautismo como símbolo público. Más aún, el bautismo significaba que las personas habían recibido el perdón de los pecados.[4]

A veces se cita otro pasaje para sugerir que el bautismo es necesario para obtener la salvación: Marcos 16:16. La frase “el que creyere y fuere bautizado, será salvo” no equivale a decir que el bautismo es necesario para la salvación, como puede notarte en la segunda mitad del versículo, pues allí se omite la referencia al bautismo. Hay condenación cuando se rehúsa creer, no cuando no hay bautismo. Además, argumentar a partir de Marcos 16:16 es insustancial porque algunos de los manuscritos más viejos del Nuevo Testamento no contienen Marcos 16:9-20.

(3) Creer y confesar a Cristo. A veces se añade a la fe la condición de confesar a Cristo públicamente para obtener la salvación, con base en Romanos 10:9. No obstante, este pasaje no establece condiciones adicionales para la salvación, Más bien, confesar a Jesús como Señor significa reconocer su divinidad. Ése es y siempre será un asunto crítico en la salvación. Quien crea en Cristo como Salvador, necesariamente debe reconocer su divinidad. He ahí el significado de Romanos 10:9.

(4) Creer y rendirse. Aquí la idea es si alguien puede hacerse cristiano simplemente con creer en el evangelio, o si debe rendirse a Cristo como el Señor de su vida. Parte de la respuesta está en una mala interpretación de Romanos 10:9. Confesar a Cristo como Señor es identificarlo como divinidad; no tiene que ver con su señorío. Además, si rendirle la vida a Cristo como Señor es necesario para la salvación, no podría haber cristianos carnales; pero Pablo deja claro que los corintios, de quienes dice que estaban en Cristo, eran en efecto carnales (1 Co. 3:1). El señorío se basa en la aplicación del conocimiento de las Escrituras y éste llega con la madurez espiritual, que a su vez sigue a la salvación. El señorío es importante, pero no puede ser condición para la salvación; eso es añadir al evangelio.

Un problema adicional con esta perspectiva se relaciona con la mala interpretación del término discípulo. Cuando Jesús llamó a los hombres para que lo siguieran como discípulos (cp. Lc. 14:25 35), no los llamó a la salvación. Los llamó a seguirlo como aprendices: tal es el significado de discípulo. El discipulado siempre sigue a la salvación, nunca es parte de ella; de otra forma la gracia dejaría de ser gracia. Más aún, si el discipulado es condición para la salvación, también lo es el bautismo, porque bautizarse forma parte de hacerse discípulo (Mt. 28:19-20).[5]

Perspectiva bíblica. Hay muchos pasajes donde se afirma que la única responsabilidad del hombre en la salvación es creer en el evangelio (Jn. 1:12; 3:16, 18, 36; 5:24; 11:25-26; 12:44; 20:31; Hch. 16:31; 1 Jn. 5:13 y otros más). Pero, ¿qué es la fe? ¿Qué quiere decir creer en el evangelio? La fe se puede definir de forma sucinta como “confiar con seguridad”.[6] Cuando Juan usa la palabra fe lo hace en sentido semejante al de Pablo para describir la fe como creencia “en Cristo”. Para Juan, la fe “es una actividad que saca a los hombres de sí mismos y los hace uno con Cristo”.[7]

No obstante, la fe salvadora no es el solo asentimiento intelectual de una doctrina; requiere más que eso. La fe salvadora tiene al menos tres elementos.

(1) Conocimiento. Requiere intelecto, y enfatiza que hay ciertas verdades básicas que se deben creer para la salvación. Jesús afirmó que era Dios; creer en su divinidad es el punto central de la salvación (Ro. 10:9-10). A menos que una persona crea que Jesús es todo lo que Él afirmo ser, esa persona morirá en sus pecados (Jn. 8:24). Entonces, la fe salvadora requiere creer las verdades básicas fundamentales para la salvación del hombre: el pecado del hombre, el sacrificio expiatorio de Cristo y su resurrección corporal. Juan escribió las afirmaciones de Cristo, de modo que las personas pudieran creer en ellas y así ser salvas (Jn. 20:30-31).

(2) Convicción. La convicción requiere emociones. Este elemento enfatiza que la persona no sólo tiene conocimiento intelectual de las verdades, sino que hay una convicción interior (cp. Jn. 16:8-11) de que son confiables.

(3) Confianza. Como resultado del conocimiento de Cristo y la convicción de que estas cosas son ciertas, debe haber una confianza establecida, un movimiento de la voluntad; debe tomarse una decisión como acto de la voluntad. Usualmente, el “corazón” denota la voluntad, y ése es el énfasis de Pablo cuando declara “crees en el corazón” (Ro. 10:9 NVI).



[1] Berkhof, Systematic Theology [Teología sistemática], p. 114.

[2] William Barclay, The Letter to the Romans [Romanos] (Edimburgo: Saint Andrew, 1957), pp. 110-111. Publicado en español por Clie.

[3] Charles C. Ryrie, A Survey of Bible Doctrine [Síntesis de la doctrina bíblica] (Chicago: Moody, 1972), pp. 134-139, para una explicación útil de las perspectivas erróneas. Publicado en español por Portavoz.

[4] En la frase “para perdón de los pecados”, la preposición para se traduce de la preposición griega eis, que también puede traducirse “por causa de”; se refiere a quienes fueron bautizados para testificar públicamente que se les perdonaron sus pecados.

[5] Véase la obra importante de G. Michael Cocoris, Lordship Salvation: Is It Biblical? (Dallas: Redencion Viva, 1983). Véase también G. Michael Cocoris, Evangelism: A Biblical Approach (Chicago: Moody, 1984) y Charles C. Ryrie, Balancing the Christian Life [Equilibrio en la vida cristiana] (Chicago: Moody, 1969), pp. 169-181. Publicado en español por Portavoz.

[6] William G. T. Shedd, Commentary on Romans (Reimpresión. Grand Rapids: Baker, 1980), p. 76.

[7] Leon Morris, The Gospel According to John [El Evangelio según Juan] (Grand Rapids: Eerdmans, 1971), p. 336. Publicado en español por Clie. Véase la nota útil de Morris sobre “creer” y su uso en el Evangelio de Juan, pp. 335-337.


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