Los 400 años de silencio: Alejandría y Roma

 

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Capítulo 5

  • ·        Alejandría y Roma

Hemos hablado de Alejandría como la capital del mundo judío en el occidente. Antioquía estaba, en realidad, más cerca de Palestina, y su población judía –incluyendo la parte flotante de la misma– era casi tan numerosa como la de Alejandría. Pero la riqueza, el pensamiento y la influencia del Judaísmo occidental se centraba en la capital moderna de la tierra de los Faraones. En esos días Grecia era el país del pasado, al cual los estudiantes acudían como el hogar de la belleza y el arte, el templo, aureolado por el tiempo, del pensamiento y de la poesía. Pero era también el país de la desolación y las ruinas, en que ondeaban campos de trigo sobre las ruinas de la antigüedad clásica. Los antiguos griegos se habían vuelto en gran parte una nación de mercaderes, en estrecha competición con los judíos. En realidad, el dominio romano había nivelado el mundo antiguo, y sepultado las características nacionales. Pero en el oriente más distante no era así; y tampoco en Egipto. Egipto no era un país para ser poblado densamente, o para ser «civilizado» en el sentido del término entonces: el suelo, el clima, la historia y la naturaleza lo prohibían. Con todo, igual que ahora, o incluso aún más que ahora, era la tierra de los ensueños que ofrecía numerosas atracciones al viajero. El Nilo, antiguo y misterioso todavía, dejaba que se deslizaran sus aguas fecundas hacia el mar azul, donde (así se creía) cambiaban su sabor en un radio mucho más alejado de lo que el ojo podía alcanzar. Navegar suavemente en una barca sobre su superficie, observar la extraña vegetación y fauna de sus orillas; vislumbrar a lo lejos el punto en que se confundían con el desierto sin caminos; deambular bajo la sombra de sus monumentos gigantescos o dentro de las extrañas avenidas de sus templos colosales para ver los misteriosos jeroglíficos; notar la semejanza en las costumbres y la gente, con las de antaño, y contemplar los ritos únicos de su antigua religión, todo esto era penetrar otra vez en un mundo distante, entre un solaz placentero para los sentidos y una belleza y majestad que asombraba a la imaginación.[1]

Todavía nos hallamos mar adentro, dirigiéndonos al puerto de Alejandría –el único asilo seguro a lo largo de la costa de Asia y África. Unas treinta millas antes de llegar, el resplandor plateado del faro de la isla de Faros[2]–conectada con Alejandría por medio de un muelle–, brilla como una estrella en el horizonte. Ahora acabamos de ver los bosquecillos de palmeras de Faros; ya se oye el rechinar del ancla que rasca pronto la arena, y desembarcamos. ¡Qué gran número de navíos de todas clases, tamaños, formas y nacionalidades; qué multitudes de gente ajetreada; qué Babel de lenguajes; qué mezcolanza de civilizaciones de mundos nuevos y viejos; y qué variedad de mercancía en rimeros para cargar o descargar!

Alejandría en sí no era una ciudad antigua egipcia, sino relativamente moderna; se hallaba en Egipto y, con todo, no era Egipto. Todo estaba en consonancia: la ciudad, los habitantes, la vida pública, el arte, la literatura, los estudios, las diversiones, el mismo aspecto del lugar. Nada original en parte alguna, sino una combinación de todo lo que había en el mundo antiguo, o que había habido –un lugar en extremo apropiado para ser la capital del Helenismo judío.

Como su nombre indica, la ciudad fue fundada por Alejandro Magno. Había sido edificada en forma de abanico abierto; mejor dicho, de la capa extendida de un jinete macedonio. En conjunto medía 16.360 pasos, o sea, 3.160 pasos más que Roma; pero sus casas no estaban tan amontonadas ni tenían tantos pisos. Ya era una gran ciudad cuando Roma era insignificante, y hasta el fin mantuvo su lugar como segunda plaza del Imperio. Uno de los cinco barrios en los cuales se dividía la ciudad, que eran nombrados por las primeras letras del alfabeto, estaba cubierto totalmente de palacios reales, con sus jardines y edificios similares, incluyendo el mausoleo real, en el cual se conservaba en un ataúd de cristal el cuerpo de Alejandro, preservado en miel. Pero estos edificios y sus tres millas de columnatas a lo largo de su principal avenida, eran sólo una parte de los magníficos ornamentos arquitectónicos de una ciudad llena de palacios. La población podría ascender a cerca del millón, que había acudido allí del oriente y el occidente, a causa del comercio, el atractivo de la riqueza, las facilidades para el estudio o las diversiones de una ciudad frívola en alto grado. Una mezcla rara de elementos entre la gente, que combinaba la vivacidad y versatilidad del griego con la gravedad, conservadurismo y sueños de grandeza y lujo del oriental.

En Alejandría se reunían tres mundos: Europa, Asia y África, que acarreaban allí, o sacaban de ella, sus tesoros. Por encima de todo era una ciudad comercial, provista de un puerto excelente, o mejor dicho, cinco puertos. Una flota especial llevaba, como tributo, de Alejandría a Italia una quinta parte del trigo producido en Egipto, el cual era suficiente para alimentar la capital cuatro meses al año. Era una flota magnífica, desde el velero rápido y ligero a los inmensos barcos que cargaban el trigo, y que izaban una bandera especial, cuya llegada a tiempo era esperada en Puteoli[3]con más avidez que los vapores que cruzan el océano hoy día.[4] El comercio con la India estaba en manos de los navieros de Alejandría.[5] Desde los días de los Ptolomeos el comercio con la India había aumentado seis veces.[6] Y la industria local era también considerable. Telas para satisfacer los gustos o costumbres de todos los países; géneros de lana de todos los colores, algunos trabajados con curiosas figuras e incluso escenas; cristal de toda forma y color; papel, desde la hoja más delgada al más burdo para enfardar; esencias, perfumes –éstos eran los productos locales. Por más que se inclinara hacia el ocio y el lujo, todavía parecía que todo el mundo estaba ocupado en una ciudad (como había expresado el emperador Adriano) en que «el dinero era el dios de la gente»; y todo el mundo parecía próspero en su estilo de vida, desde el golfo que vagaba por las calles, que no tenía dificultades en recoger bastante para ir a una fonda y regalarse con una buena comida de pescado fresco o ahumado y ajos, con tarta, acompañado de cerveza de cebada, egipcia, hasta el banquero millonario, dueño de un palacio en la ciudad y una casa de campo junto al canal que unía Alejandría con Canobus. ¡Qué muchedumbres abigarradas apretujándose por las calles, en el mercado (donde, según la broma de un contemporáneo, había de todo excepto nieve) o junto al puerto; qué frescor en la sombra, retiros deleitosos, salas inmensas, bibliotecas magníficas, donde los sabios de Alejandría se reunían y enseñaban toda rama concebible del saber, y sus famosísimos médicos que recetaban y enviaban a los pacientes de consunción a que se restablecieran a Italia! ¡Qué bullicio y ruido en esta multitud parlanchina, altanera, vana, amante del placer, excitable, cuya mayor diversión era el teatro y los cantantes; qué escenas a lo largo del prolongado canal hasta Canobus, a cuya orilla estaban localizadas tabernas lujosas, y en cuyos diques había barcas llenas de gente divirtiéndose a la sombra, o que se dirigían a Canobus, un centro de toda clase de disipación y lujo, proverbial incluso en aquellos días! Y, con todo, junto a las orillas del lago Mareotis, como haciendo contraste severo, había los retiros escogidos del partido ascético judío, los Therapeutes,[7] ¡cuyas ideas y prácticas en tantos puntos se asemejaban a las de los esenios de Palestina!

Este bosquejo de Alejandría ayudará a entender lo que rodeaba a la gran masa de judíos establecidos en la capital egipcia. En conjunto, más de una octava parte de la población del país (un millón entre 7.800.000) eran judíos. Tanto si la colonia judía había ido a Egipto en tiempos de Nabucodonosor, o no –y quizás había ido antes–, la gran masa de sus residentes habían sido atraídos por Alejandro el Grande,[8] que había concedido a los judíos privilegios excepcionales iguales a los de los macedonios. Los problemas ulteriores en Palestina, bajo los reyes sirios, habían aumentado su número, más aún por el hecho de que los Ptolomeos habían favorecido a los judíos sin excepción. Originalmente se había asignado un barrio especial a los judíos en la ciudad –el «Delta», junto al puerto del Este y el canal Canobus–, probablemente tanto para mantener separada la comunidad como por su conveniencia para propósitos comerciales. Los privilegios que los Ptolomeos habían concedido a los judíos fueron confirmados, y aun ampliados, por Julio César. El comercio de exportación de grano se hallaba ahora en sus manos, y la policía del puerto y del río estaba a su cargo. Había dos barrios en la ciudad que llevaban nombres especialmente judíos –no, sin embargo, en el sentido de que estuvieran confinados a ellos. Sus Sinagogas, rodeadas de árboles de sombra, se encontraban por todas partes de la ciudad. Pero la gloria principal de la comunidad judía en Egipto, de la cual se jactaban incluso los palestinos, era la gran Sinagoga central, edificada en forma de basílica, con una doble columnata, y tan grande que se necesitaba una señal para que los que se hallaban a mayor distancia supieran el momento apropiado para las respuestas. Los gremios, según los oficios, se reunían allí, de modo que un forastero al punto sabía inmediatamente dónde encontrar patrones judíos u obreros del mismo oficio (Sukk. 51 b). En el coro de esta especie de catedral judía había setenta tronos –incrustados con piedras preciosas– para los setenta ancianos que constituían el consejo de ancianos de Alejandría, según el modelo del gran Sanedrín en Jerusalén.

Es todavía un hecho extraño, y que no se ha explicado, el que los judíos egipcios hubieran construido un templo cismático. Durante las terribles persecuciones sirias en Palestina, Onías, el hijo del Sumo Sacerdote asesinado, Onías III, había buscado asilo en Egipto. Ptolomeo Filométor no sólo le acogió con afecto, sino que le dio un templo pagano no usado en la ciudad de Leontópolis para establecer un santuario judío. Aquí ministraba el nuevo sacerdocio aarónico, que era sostenido con ofrendas procedentes de las rentas del territorio circundante. El nuevo Templo, sin embargo, no se asemejaba al de Jerusalén ni en apariencia externa ni en los enseres y adornos internos.[9]

Al principio los judíos egipcios se sentían orgullosos de su nuevo santuario y profesaban ver en él el cumplimiento de la predicción de Isaías 19:18, que cinco ciudades en la tierra de Egipto hablarían la lengua de Canaán, de la cual una había de ser llamada Ir-ha-Heres, que la Septuaginta (en su forma original, o por alguna corrección) alteró luego a «ciudad de la justicia». Este templo persistió desde el año 160 a.C., aproximadamente, hasta poco después de la destrucción de Jerusalén. No podía ser llamado un templo rival al del monte Moria, puesto que los judíos egipcios también reconocían al de Jerusalén como su santuario central, al cual hacían peregrinajes y aportaban sus ofrendas (Filón, ii. 646, ed. Mangey), mientras que los sacerdotes de Leontópolis, antes de casarse, siempre consultaban los archivos oficiales de Jerusalén para asegurarse de la pureza de linaje de sus esposas futuras (Jos. Ag. Ap. i.7). Los palestinos lo llamaban con desprecio «la casa de Chonyi» (Onías), y declaraban que el sacerdocio de Leontópolis no estaba capacitado para servir en Jerusalén, aunque en el mismo sentido de los que eran descalificados por causa de algún defecto corporal. Las ofrendas de Leontópolis eran consideradas nulas, a menos que fueran votos a los cuales se hubiera adscrito el nombre de este Templo de modo expreso (Men. xiii. 10 y la Gemara, 109 a y b). Esta condenación condicionada, sin embargo, parecía en extremo leve, excepto en el supuesto de que las afirmaciones citadas hubieran sido hechas en un tiempo posterior cuando los dos Templos habían dejado de existir. Y estos sentimientos no estaban fuera de razón. Los judíos egipcios se habían esparcido por todas partes: hacia el Sur, a Abisinia y Etiopía, y al occidente, y más allá, por la provincia de Cirene. En la ciudad de este nombre habían formado una de las cuatro clases en que se dividía la población (Estrabón en Josefo, Ant. xiv.7.2). Una inscripción judaica de Berenice, al parecer fechada en el año 13 a.C., muestra que los judíos cirenaicos formaban una comunidad clara, con nueve «regidores» propios, que sin duda se ocupaban de los asuntos comunales, no siempre cosa fácil, puesto que los judíos cirenaicos eran notorios, si no por su turbulencia, al menos por un sentimiento de antipatía hacia los romanos, que fue sofocado más de una vez cruelmente en sangre.[10] Otras inscripciones prueban[11]que en otros lugares de su dispersión también los judíos tenían sus propios arcontes o «regidores», en tanto que la dirección especial del culto público siempre era confiada a los archisynagogos, o «gobernador principal de la Sinagoga», títulos que eran ostentados de modo concurrente.[12] Es muy dudoso, o tal vez más que dudoso, que el Sumo Sacerdote de Leontópolis fuera considerado, en realidad, como jefe de la comunidad judía de Egipto (Jost, Gesch. d. Judenth. i. p. 345). En Alejandría, los judíos estaban bajo el gobierno de un etnarca judío,[13] cuya autoridad era similar a la del arconte de las ciudades independientes (Estrabón en Jos. Ant. xiv.7.2). Pero su autoridad[14] fue transferida por Augusto a la de los «ancianos» (Filón, en Flacc., ed. Mangey ii. 527). Otro cargo, probablemente romano, aunque por razones evidentes ocupado sólo por judíos, era el alabarc, o más bien arabarc, que era puesto sobre la población árabe.[15] Entre otros, Alejandro, el hermano de Filón, había ocupado este cargo. Si podemos juzgar la posición de las familias ricas judías de Alejandría por la de este alabarc, su influencia tenía que haber sido muy grande. La empresa de Alejandro era posiblemente tan rica como la de los Saramalla, la gran familia de navieros y banqueros judíos de Antioquía (Josefo, Ant. xiv.13. 5; Guerra i.13.5). Su jefe tenía a su cargo la administración de los negocios de Antonia, la cuñada tan respetada del emperador Tiberio (Ant. xix.5.1). No se consideraba de gran importancia que un hombre le prestara al rey Agripa, cuando su fortuna estaba en baja forma, 7.000£, con las cuales poder viajar a Italia (Ant. xviii.6.3), puesto que se las adelantó con la garantía de la esposa de Agripa, a quien él tenía en gran estima, y al mismo tiempo hizo provisión de que el dinero no debía ser gastado completamente antes de que el príncipe fuera recibido por el emperador. Además, él tenía sus propios planes en el asunto. Dos de sus hijos se habían casado con hijas del rey Agripa; y un tercero, al precio de su apostasía, se había elevado sucesivamente a los cargos de procurador de Palestina y, finalmente, gobernador de Egipto (Ant. xix.5.1). El Templo de Jerusalén daba una clara evidencia de la riqueza y munificencia de este millonario judío. El oro y la plata que cubrían las nueve puertas macizas que abrían paso al templo eran un regalo del gran banquero alejandrino.

  • ·        Roma

La posesión de una riqueza así, unida sin duda al orgullo y altanería y desprecio no disimulado por las supersticiones que le rodeaban,[16] es natural que excitara los ánimos del populacho de Alejandría contra los judíos. El gran número de historias necias sobre el origen, historia primitiva y la religión de los judíos, que incluso los filósofos e historiadores de Roma recogen como genuinas, se originaron en Egipto. Toda una serie de escritores, empezando por Maneto (probablemente hacia el año 200 a.C.), se dedicó a dar una especie de parodia histórica de los sucesos relatados en los libros de Moisés. El más audaz de estos escritorzuelos fue Apión, a quien Josefo replicó: un charlatán y embustero famoso, que escribía o daba charlas, con la misma presunción y falsedad, sobre cualquier tema concebible. Era la clase de individuo que se acomodaba a los alejandrinos, a los cuales hacía gran impresión, debido a su desparpajo y descaro. En Roma lo metieron en cintura, y el emperador Tiberio caracterizó a este charlatán fanfarrón como «el címbalo que retiñe del mundo». Había estudiado, visto y oído todo lo imaginable –incluso, en tres ocasiones, ¡el sonido misterioso del Coloso de Memnon, cuando le daba el sol al amanecer! Por lo menos así estuvo grabado en el mismo Coloso, para informar a todas las generaciones (comp. Friedländer, u.s. 2, p. 155). Éste era el hombre en cuyas manos los alejandrinos pusieron la libertad de su ciudad, a quien confiaron sus asuntos más importantes y a quien exaltaron como el victorioso, el laborioso, el nuevo Homero.[17] No puede haber duda de que el favor popular de que gozaba era debido, en parte, a los virulentos ataques de Apión contra los judíos. Los relatos grotescos que elaboraba sobre su historia y religión los hacía despreciables. Pero su objeto real era soliviantar el fanatismo del populacho contra los judíos. Cada año, según les decía, era una costumbre judía echar mano de algún desgraciado heleno, a quien engordaban durante un año, para luego sacrificarle, repartiéndose sus entrañas y enterrando el cuerpo, y que durante estos horribles ritos hacían un juramento feroz de enemistad perpetua contra los griegos. Les decía que ésta era la gente que se cebaba de la riqueza de Alejandría, que habían usurpado barrios de la ciudad a la cual no tenían derecho alguno, y reclamaban privilegios excepcionales; gente que se había demostrado eran traidores, y que causaban la ruina de todo el que se fiaba de ellos. «Si los judíos», exclamaba, «son ciudadanos de Alejandría, ¿por qué no adoran a los mismos dioses que los alejandrinos?». «Y si desean gozar de la protección de los Césares, ¿por qué no les erigen estatuas y rinden el honor divino a los mismos?» (Jos. Ag. Apion ii.4, 5, 6). No hay nada extraño en estas incitaciones a los fanáticos de la humanidad. En una forma u otra, han sido repetidas con gran frecuencia a lo largo de los siglos en todos los países, y, ¡ay!, por los representantes de todos los credos. ¡No es de extrañar que los judíos, como se lamenta Filón (Leg. ad Cajum, ed. Frcf.), no deseen nada más que ser tratados como los demás hombres!

Ya hemos visto que las ideas que prevalecían en Roma sobre los judíos se derivaban principalmente de fuentes alejandrinas. Pero no es fácil comprender cómo un Tácito, un Cicerón o un Plinio podían dar crédito a tales absurdos como el de que los judíos habían venido de Creta (monte Ida: Idaei = Judaei), habían sido expulsados de Egipto a causa de padecer la lepra, y emigrado bajo un sacerdote apóstata, Moisés; o que el descanso del sábado se había originado por llagas, que habían obligado a los viajeros a parar y descansar cada siete días; o que los judíos adoraban la cabeza de un asno, o a Baca; y que su abstinencia de la carne de cerdo era debida a su temor y recuerdo de la lepra, o bien al culto de este animal, y otras necedades por el estilo (comp. Tácito, Hist. v. 2–4; Plut., Sympos. iv. 5). El romano educado miraba al judío con una mezcla de desprecio y de ira, tanto más porque, según sus nociones, el judío, desde que había sido sometido por Roma, ya no tenía derecho a su religión; y aún se sentía más exacerbado porque, hiciera lo que hiciera él, esta raza despreciada se le enfrentaba por todas partes con una religión que no admitía componendas ni compromisos, hasta el punto de formar una pared de separación con ritos tan exclusivos que hacía de ellos no sólo extraños, sino enemigos. Un fenómeno así el romano no lo había encontrado en parte alguna. Los romanos eran intensamente prácticos. A su modo de ver, la vida política y la religión no sólo estaban entrelazadas, sino que formaban parte la una de la otra. Una religión aparte de una organización política, o que no ofreciera, como un quid pro quo, algún retorno directo de la Deidad a sus fieles, le parecía totalmente inconcebible. Todo país tiene su propia religión, argumentó Cicerón en su defensa de Flaccus. En tanto que Jerusalén no había sido vencida, el Judaísmo podía reclamar cierta tolerancia; pero ¿no habían mostrado los dioses inmortales lo que pensaban de esta raza, cuando los judíos fueron vencidos? Ésta era una especie de lógica que atraía al más humilde en la muchedumbre, que se apiñaba para oír al gran orador cuando defendía a su cliente, entre otras cosas, de la acusación de impedir el transporte de Asia a Jerusalén del tributo anual del Templo. Ésta no era una acusación de carácter popular, para hacerla contra un hombre en una asamblea semejante. Y los judíos – que (según se nos dice) para crear disturbio se habían distribuido entre la audiencia en números tales que Cicerón declaró de modo algo retórico que de buena gana hablaría a media voz, para que sólo le oyeran los jueces– tuvieron que escuchar al gran orador, sintiendo una punzada en sus corazones cuando les exponía al desprecio de los paganos, y hurgaba, con el índice en la herida, al abono por la destrucción de su nación como el único argumento incontestable que el Materialismo podía oponer a la religión del Invisible.

Y esta religión, ¿no era, en palabras de Cicerón, «una superstición bárbara», y no eran sus adherentes, según Plinio (Hist. Nat. xiii. 4), «una raza distinguida por su desprecio a los dioses»? Empecemos con su teología. El filósofo romano podía simpatizar con la falta de creencia en cualquier realidad espiritual y, por otra parte, podía entender los modos populares de culto y superstición. Pero, ¿qué podía decirse de un culto a algo por completo invisible; una adoración, según le parecía, en las nubes y el cielo, sin ningún símbolo visible, concertada con un desprecio y rechazo total de toda otra forma de religión –asiática, egipcia, griega, romana–, y su negativa a rendir el acostumbrado honor divino a los Césares, como la encarnación del poder romano? Luego tenemos los ritos. Ante todo tenemos el rito inicial de la circuncisión, un tema constante de burlas soeces. ¿Qué podía significar una cosa así; o lo que parecía una veneración ancestral del cerdo, o su temor al mismo, puesto que hacían el deber religioso de no participar de su carne? Su observancia del sábado, cualquiera que hubiera sido su origen, era meramente una indulgencia a la ociosidad. Los literati romanos jóvenes y del día se divertían andando la víspera del sábado, por entre las calles estrechas y tortuosas del ghetto, observando cómo la lámpara macilenta dejaba ver a los que vivían en las casas cuando murmuraban sus oraciones «con labios pálidos» (Persius v. 184), o bien, como Ovidio, buscaban en la Sinagoga ocasión para sus diversiones disolutas. El jueves era otro objetivo para su ingenio. En resumen, a lo más, en el mejor de los casos, el judío era objeto de diversión popular constantemente, y cuando en el escenario del teatro era caricaturizado un judío, por absurda que fuera la historia o necia la burla, las risas resonaban atronadoras (compárese la cita de estas escenas con la introducción de la Midrash sobre Lamentaciones).

Y luego, cuando el orgulloso romano pasaba el día de sábado por las calles, el Judaísmo forzaba su presencia ante su vista, pues las tiendas estaban cerradas, y extrañas figuras deambulaban en vestido de fiesta. Eran extranjeros en tierra extraña, no sólo sin mostrar simpatía por lo que pasaba alrededor de ellos, sino con un marcado desprecio y aborrecimiento de todo, y se manifestaba en su mismo porte el sentimiento inexpresado de que el tiempo de la caída de Roma y de toda su supremacía estaba muy cerca. Para poner el sentimiento general en las palabras de Tácito, los judíos se mantenían juntos, y eran en alto grado generosos el uno hacia el otro; pero siempre estaban llenos de rencor acerbo contra los otros. No comían ni dormían con extraños; y lo primero que enseñaban a sus prosélitos era a despreciar a los dioses, a renunciar a su propio país y cortar los lazos que les habían unido a sus padres, hijos o parientes. Sin duda, había alguna base de verdad que había sido deformada en estas acusaciones. Porque el judío, como tal, tenía solamente sentido en Palestina. Por una necesidad no decidida ni obrada por él, ahora era un elemento negativo en el mundo pagano, que, hiciera lo que hiciera, siempre sería una intrusión a los ojos del público. Pero los satiristas romanos fueron más allá de esto. Acusaron a los judíos de tener tal odio contra todos los otros seguidores de religiones que ni siquiera querían indicar el camino a aquellos que seguían otro culto, ni incluso señalarle dónde estaba una fuente al sediento (Juv. Sat. xiv. 103, 104). Según Tácito, había una razón política y religiosa que lo explicaba. A fin de mantener a los judíos separados de todas las demás naciones, Moisés les había dado ritos contrarios a los de toda otra raza, para que vieran como inmundo lo que era sagrado para los demás, y como legal lo que para ellos era abominación (Hist. v. 13). Un pueblo así no merecía consideración ni piedad; y cuando el historiador cuenta que millares de ellos habían sido desterrados por Tiberio a Cerdeña, descarta la probabilidad de que perecieran en un clima tan severo con el comentario cínico de que esto implicaría una «pobre pérdida» (vile damnum) (Ann. ii. 85; comp. Suet. Tib. 36).

  • ·        Las comunidades judías en las capitales de la civilización occidental

Con todo, el judío estaba allí, en medio de ellos. Es imposible establecer la fecha en que los primeros errabundos judíos dirigieron sus pasos hacia la capital del mundo. Sabemos que en las guerras bajo Pompeyo, Casio y Antonio, fueron llevados cautivos a Roma y vendidos como esclavos. En general, el partido Republicano era hostil a los judíos, y los Césares amistosos. Los esclavos judíos en Roma resultaron una adquisición poco lucrativa y enojosa. Se adherían tenazmente a sus costumbres ancestrales, de modo que era imposible hacer que se conformaran a las casas paganas (Filón, Leg. ad Cajum, ed. Frcf. p. 101). Hasta qué punto podían llevar su resistencia pasiva lo vemos en la historia que cuenta Josefo (Vida 3) según la cual algunos sacerdotes judíos conocidos suyos, durante su cautividad en Roma, se habían negado a comer nada más que higos y nueces, para evitar la contaminación con la comida gentil.[18] Sus amos romanos consideraron prudente dar a sus esclavos judíos la libertad, sólo por un pequeño rescate, o incluso sin él. Estos liberti formaron el núcleo de la comunidad Judía en Roma, y en gran medida determinaron su carácter social. Naturalmente, siempre eran industriosos, sobrios, ambiciosos. Con el paso del tiempo muchos adquirieron riquezas. Poco a poco inmigrantes judíos de mayor distinción engrosaron su número. Con todo, su posición social era inferior a la de sus correligionarios en otros países. La población judía, de unos 40.000 en tiempo de Augusto, y de 60.000 en tiempo de Tiberio, incluiría, naturalmente, personas de todos los rangos: mercaderes, banqueros, literati, incluso actores.[19] En una ciudad que presentaba tantas tentaciones, los habría de todos los grados en cuanto a su profesión religiosa, y, sin duda, algunos de ellos no sólo imitarían los hábitos de los que les rodeaban, sino que los sobrepasarían en su libertinaje.[20] Sin embargo, incluso así, su conducta no servía de nada para cambiar la marca de aborrecimiento que pesaba sobre ellos por el hecho de ser judíos.

Augusto les asignó a los judíos un barrio especial, el distrito «catorce» al otro lado del Tíber, que se extendía desde la ladera del Vaticano hacia la isla del Tíber y al otro lado de ella, donde descargaban las barcas de Ostia. Este parece haber sido un barrio pobre, poblado principalmente por vendedores ambulantes, vendedores de cerillas (Mart. 1:41; xii. 57), cristal, vestidos usados y géneros de segunda mano. El cementerio judío en este barrio[21]da evidencia de su condición. Todas las marcas y tumbas son pobres. No hay mármol ni rastro de pintura, a menos que lo sea una representación burda del candelabro de siete brazos de color rojo. Otro barrio judío era el de Porta Capena, donde la Vía Apia entraba en la ciudad. Allí cerca estaba el antiguo santuario de Egeria, utilizado en tiempo de Juvenal (Sal. iii. 13; vi. 542) como una especie de mercado judío. Pero tiene que haber habido judíos ricos también en este vecindario, puesto que algunas tumbas descubiertas allí tienen pinturas, algunas incluso figuras mitológicas, cuyo significado no ha sido averiguado. Un tercer cementerio judío se hallaba cerca de las antiguas catacumbas cristianas.

Pero, verdaderamente, los residentes judíos de Roma tienen que haber estado esparcidos por todos los barrios de la ciudad –incluso los mejores–, a juzgar por sus Sinagogas. Por las inscripciones, hemos reconocido no sólo su existencia, sino los nombres de no menos de siete de estas Sinagogas. Tres de ellas llevan, respectivamente, los nombres de Augusto, Agripa y Volumnio, que serían sus patrones, o bien porque los que adoraban en ellas era personal de sus casas o «clientes» de ellas; en tanto que dos de ellas derivan sus nombres del Campus Martius, y el barrio Subura, en el cual se hallaban (comp. Friedländer, u.s., vol. 3, p. 510). La Sinagoga Elaias puede haber sido llamada así por llevar en su fachada el diseño de un olivo, un emblema predilecto y, en Roma especialmente significativo, de Israel, cuyo fruto, cuando era aplastado, rendía el precioso aceite por el cual la luz divina resplandecía en medio de la noche del paganismo (Midr. R. sobre Éx. 36). Por supuesto, tiene que haber habido otras Sinagogas además de éstas cuyos nombres conocemos.

Otro modo de seguir las pisadas de los peregrinajes de Israel parece significativo de modo extraño. Es siguiendo los datos entre los muertos, leyéndolos en losas rotas, en monumentos en ruinas. Son inscripciones rudas –y la mayoría de ellas en mal griego, o peor latín, ninguna en hebreo–, como los balbuceos de extranjeros. Con todo, ¡qué contraste entre la simple fe y sincera esperanza que expresan estos testimonios, y la triste proclamación de la falta total de creencia en futuro alguno para el alma que vemos en las tumbas de los romanos refinados, cuando no emplean un lenguaje de materialismo ordinario! Verdaderamente, la pluma de Dios en la historia con frecuencia ha ratificado la sentencia que una nación ha pronunciado sobre sí misma. Esa civilización que inscribía sobre sus muertos palabras como: «Al sueño eterno»; «Al descanso perpetuo»; o más burdo todavía: «No era, pasé a ser; fui y ya no soy. Esto es verdad; el que diga otra cosa, miente; porque yo ya no seré», añadiendo, como si fuera a modo de moraleja: «Y tú que vives, bebe, come, ven», estaba sentenciada al exterminio. Dios no enseñó esto a su pueblo; y cuando seguimos el camino de éstos entre las piedras fragmentadas, podemos entender en qué forma una religión que proclamaba una esperanza tan diferente, tenía que hablar al corazón de muchos incluso en Roma, y mucho más, la bendita seguridad de la vida y la inmortalidad que el Cristianismo trajo después podía vencer a sus millares aunque fuera a costa de la pobreza, la vergüenza y la tortura.

Deambulando de cementerio en cementerio, y descifrando las inscripciones de los muertos, podemos casi leer la historia de Israel en los días de los Césares, o cuando Pablo el prisionero puso el pie sobre suelo de Italia. Cuando Pablo, en su viaje en el «Castor y Pollux», tocó el puerto de Siracusa, durante su estancia allí de seis días se halló en medio de una comunidad judía, según podemos leer en una inscripción. Cuando desembarcó en Puteoli, se hallaba en la colonia judía más antigua después de la de Roma (Josefo, Ant. xvii.12.1; Guerra ii.7.1), donde la hospitalidad cariñosa de los israelitas cristianos le constriñó a detenerse un sábado. Cuando «siguió hacia Roma» y llegó a Capua, encontró judíos allí, como podemos inferir de la tumba de un «Alfius Juda», que había sido arconte de los judíos y archisinagogo en Capua. Cuando se acercó a la ciudad, halló en Anxur (Terracina) una Sinagoga.[22] En Roma, la comunidad judía estaba organizada como en otros lugares (Hech. 28:17). Parece extraño cuando, después de tantos siglos, volvemos a leer los nombres de los arcontes de las varias Sinagogas, todos romanos, como Claudio, Asteris, Julián (que era el arconte de la Sinagoga Campesiana y sacerdote de la Agripesiana, el hijo de Julián el archisinagogo, o jefe de los ancianos de la Sinagoga Augustana). Y así en otros lugares. En estas tumbas encontramos nombres de dignatarios de Sinagoga judíos, en cada centro de población – en Pompeya, en Venusia, el lugar de nacimiento de Horacio; en las catacumbas judías; y asimismo inscripciones judías en África, en Asia, en las islas del Mediterráneo, en Aegina, en Patrae, en Atenas. Aun cuando no hayan sido descubiertos datos o restos de colonias primitivas, podemos inferir su presencia al recordar la extensión casi increíble del comercio romano, que llevó a la formación de colonias de importancia en Bretaña, o cuando descubrimos entre las tumbas las de mercaderes «sirios», como en España (donde Pablo esperaba poder ir a predicar, sin duda, también a sus propios paisanos), por toda la Galia y aun en las partes más remotas de Alemania.[23] Así que las afirmaciones de Josefo y de Filón en cuanto a la dispersión de Israel por todos los países del mundo conocido han sido demostradas como verídicas.

Pero la importancia especial de la comunidad judía en Roma se halla en su contigüidad a la sede del gobierno del mundo, en que todo movimiento podía ser observado, e influido, y donde se podía prestar apoyo a las necesidades y deseos de aquel cuerpo compacto que, por desparramado que estuviera, era uno en el corazón y el sentimiento, en pensamiento y propósito, en fe y en práctica, en sufrimiento y en prosperidad.[24] Así, cuando a la muerte de Herodes una diputación de Palestina se dirigió a la capital para procurar la restauración de su Teocracia bajo el protectorado de Roma (Josefo Ant. xvii.11.1; Guerra ii.6.1), no menos de 8.000 judíos romanos se adhirieron a ella. Y en caso de necesidad podían hallar amigos poderosos, no sólo entre los príncipes de la casa de Herodes, sino entre favoritos de la corte que eran judíos, como el actor de quien habla Josefo (Vida 3), entre los que se inclinaban hacia el Judaísmo, como Popea, la esposa disoluta de Nerón, cuyo ataúd, en la forma del de una judía, fue colocado entre las urnas de los emperadores;[25] o entre los prosélitos reales, como los de todos los rangos, que, por superstición o por convicción, se habían identificado con la sinagoga.[26]

En realidad, no había ninguna ley que impidiera la extensión del Judaísmo. Excepto durante el breve período en que Tiberias (año 19 d.C.) expulsó de Roma a los judíos, y envió a 4.000 de ellos a Cerdeña, para luchar con los bandidos, los judíos no sólo gozaron de perfecta libertad, sino de privilegios excepcionales. En el reino de César y de Augusto hubo una serie de edictos que les aseguraban el pleno ejercicio de su religión y de sus derechos comunales.[27] En virtud de ellos no eran molestados en sus ceremonias religiosas, ni en la observancia de sus sábados y fiestas. Se les permitía transportar el tributo al Templo de Jerusalén, y el expolio de estos fondos por magistrados civiles era considerado como un sacrilegio. Como los judíos objetaban a llevar armas, o marchar en sábado, eran excluidos del servicio militar. Por causas similares, no se les obligaba a aparecer en los tribunales de la ley en los días santos. Augusto incluso ordenó que, cuando la distribución pública de trigo o de dinero entre los ciudadanos cayera en sábado, los judíos tenían que recibir su parte el día siguiente. En un espíritu similar las autoridades de Roma confirmaron un decreto por el cual el fundador de Antioquía, Seleuco I (Nicátor) (Ob. 280 a.C.), había concedido a los judíos el derecho de ciudadanía en todas las ciudades del Asia Menor y Siria que él había edificado, y el privilegio de recibir, en vez del aceite que era distribuido, que su religión les prohibía usar (Ab. Sat. ii. 6), su equivalente en dinero (Josefo, Ant. xii.3.1). Estos derechos fueron mantenidos por Vespasiano y Tito, incluso después de la última guerra judía, pese a la resistencia de estas ciudades. No es de extrañar que, a la muerte de César (44 a.C.), los judíos de Roma se reunieran muchas noches, despertando sentimientos de asombro en la población cuando cantaban en melodías tristes sus Salmos alrededor de la pira en que había sido quemado el cuerpo de su benefactor, y elevaban endechas patéticas (Suet. Caes. 84). Las medidas de Tiberio contra ellos fueron debidas a la influencia de su favorito Sejano, y cesaron cuando éste cayó. Además, eran el resultado del sentimiento público de aquel tiempo en contra de todos los ritos extranjeros, que había sido exacerbado por la conducta vil de los sacerdotes de Isis contra una matrona romana, y fue de nuevo provocado ante la gran impostura contra Fulvia, una noble romana prosélita, por parte de unos rabinos vagabundos. Pero aun así, no hay razón para creer que todos los judíos, literalmente, abandonaran Roma. Muchos encontrarían medios de permanecer escondidos secretamente. En todo caso, veinte años después, Filón halló allí una gran comunidad dispuesta a darle apoyo en su misión en favor de sus paisanos egipcios. Toda medida temporal contra los judíos, apenas puede ser, por tanto, considerada como una seria interferencia con sus privilegios, o un cese del favor imperial que se les mostraba.


[1] El encanto que Egipto tenía para los romanos se puede colegir de sus muchos mosaicos y frescos. (Comp. Friedländer, u.s. vol. 2, pp. 134–136.)

[2] Este faro inmenso era cuadrado hasta la mitad, luego cubierto por un octágono, y la parte superior era redonda. Las últimas reparaciones de esta magnífica estructura de bloques de mármol fue hecha en el año 1303 de nuestra era.

[3] El pasaje normal de Alejandría a Puteoli era de doce días, y los barcos hacían escala en Malta y en Sicilia. Fue en un barco así en el que Pablo navegó desde Malta a Puteoli, que sería uno de los primeros que llegaron aquella temporada.

[4] Llevaban pintados a cada lado de la proa los emblemas de los dioses a los cuales eran dedicados, y navegaban con pilotos egipcios, los más famosos del mundo. Uno de estos barcos se dice que tenía 180 por 45 pies, y cargaba unas 1.575 toneladas, y que rendía a su dueño cerca de 3.000£ al año (compárese Friedländer, u.s., vol. 2, pp. 131ss.). Y, con todo esto, eran barcos pequeños comparados con los que construían para transportar bloques y columnas de mármol, y especialmente obeliscos. Uno de éstos se dice que había transportado, además de un obelisco, 1.200 pasajeros, y carga de papel, nitro, pimienta, telas y mucho trigo.

[5] El viaje duraba unos tres meses, o bien subiendo el Nilo, y luego mediante caravana, otra vez al mar; o quizá por medio del canal Ptolomaico y el mar Rojo.

[6] Incluía polvo de oro, marfil y madreperla desde el interior de África, especias de Arabia, perlas del golfo Pérsico, piedras preciosas y lienzo fino de la India y seda de la China.

[7] Sobre la existencia de los Therapeutes, compárese Art. Filón, en Smith y Wace, «Dict. of Biogr.», vol. 4.

[8] Mommsen (Röm. Gesch, 5, p. 489) adscribe esto más bien a Ptolomeo I.

[9] En vez del candelabro de oro de siete ramas, había una lámpara de oro suspendida de una cadena del mismo metal.

[10] ¿Puede haber algún significado en el hecho de hacer llevar la cruz de Jesús a un cirenaico? (Lc. 23:26). Un significado simbólico lo tiene, si recordamos que la última rebelión judía (132–135 d.C.) en que nombraron Mesías a Bar Cochba irrumpió primero en Cirene. La terrible venganza que cayó sobre los que habían seguido al falso Cristo no puede ser contada aquí.

[11] Se han hallado inscripciones judías también en Mauritania y Argel.

[12] En una tumba en Capua (Mommsen, Inscr. R. Neap. 3.657, en Schürer, p. 629). El tema es de gran importancia, pues ilustra el gobierno de la Sinagoga en los días de Cristo. Otra designación en las losas de las tumbas πατὴρ συναγωγῆϛ parece referirse solamente a la edad; en una de ellas se dice que tenía 110 años.

[13] Marquardt (Röm. Staatsverwalt., vol. 1, p. 297). La nota 5 sugiere que ἔθνοϛ puede significar classes, ordo.

[14] El cargo en sí parece que se continuó (Jos. Ant. xix.5.2).

[15] Comp. Wesseling, de Jud. Archont. pp. 63ss., en Schürer, pp.627, 628.

[16] Comp., por ejemplo, en un capítulo tan mordaz como el de Baruc 6, o el 2° fragm. de la Sibila Eritrea, vv. 21–33.

[17] Para un buen bosquejo de Apión, ver Hausrath, Neutest. Zeitg., vol. 2, pp. 187–195.

[18] Lutterbeck (Neutest. Lehrbegr., p. 119) sigue las sugerencias de Wieseler (Chron. d. Apost. Zeitalt., pp. 384, 402), y considera a estos sacerdotes como los acusadores de Pablo, que ocasionaron su martirio.

[19] Comp., p.ej., Mart. xi. 94; Josefo, Vida 3.

[20] Martialis, u.s. El Anchialus, por el cual el poeta hace jurar a un judío, es una corrupción de Anochi Elohim («Yo soy Dios») de Éxodo 20:2. Comp. Ewald, Gesch. Isr., vol. 7, p. 27.

[21] Descrito por Bosio, pero ahora desconocido. Comp. Friedländer, u.s., vol. 3, pp. 510, 511.

[22] Comp. Cassel, en Ersch u. Gruber Encyclop., 2. a sec.; vol. 27, p. 147.

[23] Comp. Friedländer, u.s., vol. 2, pp. 17–204, passim.

[24] Fue probablemente esta unidad de los intereses israelitas lo que motivó a Cicerón (Pro Flacco, 28) a que se lanzara audazmente en contra de los judíos, a menos que el orador sólo tratara de ganar puntos para su cliente.

[25] Schiller (Gesch. d. Rom. Kaiserreichs, p. 583) niega que Popea fuera una prosélita. Es, sin duda, verdad, según él dice, que el hecho de su sepultura no ofrece evidencia absoluta de ello; pero comp. Josefo, Ant. xx.9.11; Vida 3.

[26] La cuestión de los judíos prosélitos será tratada en otro lugar.

[27] Comp. Josefo, Ant. xiv.10, passim, y xvi.6. Estos edictos son cotejados en Krebs, Decreta Romanor. pro Jud. facta, con numerosos comentarios por el autor y por Levysshon.


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