Los 400 años de silencio: la preparación para el Evangelio
El mundo judío en los días de Cristo
«Todos los profetas profetizan sólo acerca de los días del Mesías» (Sanhedrin 99a)
«El mundo fue creado sólo para el Mesías» (Sanhedrin 98b)
El mundo judío en los días de Cristo
Entre los medios externos que permitieron la preservación de la religión de Israel, uno de los más importantes fue la centralización y localización del culto en Jerusalén. Aunque algunas de las ordenanzas del Antiguo Testamento en lo que toca a este punto pueden parecer estrechas y exclusivistas, es muy dudoso que, sin una provisión así, el mismo Monoteísmo pudiera haber persistido como credo o como culto. Considerando el estado del mundo antiguo y las tendencias de Israel durante los primeros estadios de su historia, era necesario el aislamiento más estricto para poder evitar que la religión del AT se mezclara con elementos extraños que rápidamente habrían demostrado que eran fatales para su existencia. Y si bien una de las fuentes de aquel peligro había cesado después de los setenta años de exilio en Babilonia, la dispersión de la mayor parte de la nación entre otros pueblos, que por necesidad tenían que influir en ellos en cuanto a las costumbres y la civilización, hacía tan necesaria como antes la continuidad de esta separación. En este sentido, incluso el Tradicionalismo tenía una misión que cumplir, como valla protectora alrededor de la Ley, para hacer imposible su infracción y modificación.
Un romano, un griego o un asiático podía llevar consigo sus dioses dondequiera que fuese, o bien hallar ritos afines a los suyos. Pero para el judío era muy distinto. Tenía sólo un Templo, el de Jerusalén; solamente un Dios, Aquél que se hallaba entronizado entre los querubines, y que era asimismo Rey en Sión. El Templo era el único lugar en que un sacerdocio puro, nombrado por Dios, podía ofrecer sacrificios aceptables, fuera para el perdón de los pecados, o para la comunión con Dios. Aquí, en la oscuridad impenetrable del Lugar Santísimo, en que sólo podía entrar el Sumo Sacerdote una vez al año, para la expiación más solemne, se hallaba el Arca, que había llevado al pueblo a la Tierra de Promisión y el apoyo material sobre el que descansaba la Shekhinah. Del altar de oro se elevaba la suave nube de incienso, símbolo de las oraciones aceptadas de Israel; el candelabro de siete brazos derramaba su luz perpetuamente, indicación del resplandor de la presencia de Dios mediante el Pacto; sobre aquella mesa, como ante el mismo rostro de Jehová, era colocado, semana tras semana, el «Pan del rostro» (Nota: Éste es el significado literal de lo que traducimos como los «panes de la proposición») la ofrenda o sacrificio de harina que Israel ofrecía a Dios, y con el que Dios, a su vez, alimentaba a sus sacerdotes escogidos. Sobre el altar de los sacrificios, rociado por la sangre, humeaban los holocaustos diarios y de los días festivos, traídos por todo Israel y para todo Israel, por más que estuvieran desparramados lejos; en tanto que por los extensos patios del Templo se aglomeraban no sólo los nativos de Palestina, sino literalmente «los judíos de toda nación bajo el cielo». Sobre este Templo se acumulaban los recuerdos sagrados del pasado; a él se adherían todavía las esperanzas más brillantes para el futuro. La historia de Israel y todas sus aspiraciones estaban entrelazadas con su religión; de modo que puede decirse que sin su religión Israel no tenía historia, y sin su historia no tenía religión. Así que historia, patriotismo, religión y esperanza, todas ellas señalaban a Jerusalén y al Templo como el centro de la unidad de Israel.
Y el estado abatido en que se hallaba la nación no podía alterar su modo de ver ni socavar su confianza. ¿Qué importaba que el idumea Herodes hubiera usurpado el trono de David, como no fuera en el sentido de que los tenía sometidos y de que él era culpable? Israel había cruzado aguas más profundas y había llegado triunfante a la otra orilla. Durante siglos habían sido esclavos en Egipto, al parecer sin esperanza; pero no sólo habían sido puestos en libertad, sino entonado el canto matutino, inspirado por Dios, del jubileo, al volver la mirada hacia el mar hendido en favor suyo, que había sepultado a sus opresores, junto con su potencia y orgullo. Más tarde, durante largos y penosos años, los cautivos habían colgado las arpas de Sión junto a los ríos de aquella ciudad e imperio, cuya grandeza colosal tenía que haber llenado el corazón de los extranjeros esparcidos de un sentimiento de desolación y desesperanza extremas. Y, con todo, aquel imperio se había desmoronado en el polvo, en tanto que Israel de nuevo había echado raíces y brotado a una vida renovada. Y no hacía mucho más de un siglo que un peligro más agudo que los anteriores había amenazado la misma fe y existencia de Israel. En su locura, el rey de Siria, Antíoco IV (Epífanes), había prohibido su religión, había procurado destruir sus libros sagrados y, con crueldad inaudita, les había impuesto ritos paganos, profanado el Templo y lo había consagrado al Júpiter Olímpico, e incluso elevado un altar pagano sobre el altar de los holocaustos (1° Macabeos 1:54, 59; Antiguedades 12:5, 4). Y, peor aún, sus planes inicuos habían recibido la ayuda de dos Sumos Sacerdotes apóstatas, que habían rivalizado para comprar y luego prostituir el oficio sagrado de los ungidos de Dios. (Nota: Después de la deposición de Onías III, mediante el soborno de su propio hermano Jasón, éste y Menelaus pugnaron entre sí cuanto pudieron, por medio de sobornos, para prostituir su cargo sagrado). Sin embargo, en los montes de Efraín, (Nota: odín, el lugar de origen de los Macabeos, ha sido identificado como la moderna ElMedyeh, a unas dieciséis millas al nordeste de Jerusalén, en el antiguo territorio de Efraín. Comp. el Manual de la Biblia de Conder, pagina 291; y para una referencia extensa de toda la literatura sobre el tema. Dios había hecho surgir una ayuda por completo inesperada y al parecer poco digna de confianza. Sólo tres años más tarde, y después de una serie de brillantes victorias, conseguidas por hombres carentes de disciplina, sobre la flor del ejército sirio, Judas Macabeo –el verdadero Martillo de Dios– 4 había purificado el Templo y restaurado su altar precisamente en el mismo día (1° Macabeos 4:52–54; Megillah Taanith 23) en que había tenido lugar la «abominación de la desolación» (1° Macabeos 1:54). En toda su historia, la hora más oscura de la noche había precedido al apuntar de un alba más brillante que en los días del pasado. Era en este sentido que sus profetas, de modo unánime, les habían impulsado a esperar con confianza. Las palabras de ellos se habían cumplido, más que de sobra, en el pasado. ¿No iba a suceder igualmente con respecto a este futuro más glorioso para Sión y para Israel que había de ser introducido por la llegada del Mesías?
La dispersión judía en el Oriente
Y éstos no eran solamente los sentimientos de los judíos de Palestina. En realidad, estos judíos eran ahora sólo una minoría. La mayoría de la nación la constituía lo que se ha llamado la Dispersión o Diáspora; término que en modo alguno ya no expresaba su significado original de deportación o exilio por el juicio de Dios (nota: tanto el verbo en hebreo, como en griego, con sus derivados, son usados en el Antiguo Testamento, y en la traducción Septuaginta, como referencia a un exilio punitivo. Ver, por ejemplo, Jueces 18:30; 1 Samuel 4:21; y en la Septuaginta, Deuteronomio 30:4; Salmos 147:2; Isaías 49:6, y otros pasajes.) , puesto que el estar ausente o residir fuera de Palestina era ahora totalmente voluntario. Pero aún más por el hecho de que no se refería a sufrimiento externo, respecto a lo sensible de los judíos en la διασπορά, y el clamor de todos sus miembros ante la menor interferencia que sufrieran, aunque fuera trivial. Pero, por desgracia, los sucesos con demasiada frecuencia han demostrado lo real y vivo de su peligro y lo necesaria de la precaución «Obsta principiis».) el uso persistente del término indica un sentimiento profundo de pesar religioso, aislamiento social y alienación civil y política (Nota: Pedro parece haberla usado en este sentido en 1 Pedro 1:1.) en medio del mundo pagano. Porque aunque, como Josefo recordó a sus compatriotas (Guerras de los judios Tomo 2 16.4), «no hay nación en el mundo que no tenga en ella parte del pueblo judío», puesto que «estaba disperso entre los habitantes de todo el mundo», con todo, en parte alguna habían hallado un verdadero hogar.
Hasta nosotros llega este lamento de Israel –al parecer de fuente pagana, aunque en realidad en la Sibila judaica, y esto procedente de Egipto, país en que los judíos gozaban de privilegios excepcionales–: «Llenando todo océano y país del mundo en grandes números; pero ¡ofendiendo a todos su mera presencia y costumbres!». Sesenta años más tarde el geógrafo e historiador griego Estrabón da un testimonio semejante de su presencia en todos los países, pero usando un lenguaje que muestra lo cierta que había sido la queja de la Sibila. (Nota: Estrabón, en Josefo Antiguedades XIV 7.2: «No es fácil hallar un lugar en el mundo que no haya admitido a esta raza y que no sea dominado por ella»). Las razones que justifican estos sentimientos las iremos viendo poco a poco. Baste decir de momento que, sin pensarlo, Filón nos da cuenta de lo que hay básico en ellos, así como de las causas de la soledad de Israel en el mundo pagano, cuando, como hacen otros, nos habla de sus compatriotas como presentes «en todas las ciudades de Europa, en las provincias de Asia y en las islas», y dice de ellos que, doquiera se encuentren, sólo tienen una metrópolis –no Alejandría, Antioquía o Roma–: «la Ciudad Santa con su Templo, dedicado al Dios Altísimo». Una nación de la cual la gran mayoría se hallaba dispersa por toda la tierra habitada; había dejado de ser una nación específica, y era una nación mundial. Sin embargo, su corazón latía en Jerusalén, y desde allí la sangre vital circulaba hasta alcanzar a sus miembros más distantes. Y éste era, en realidad, si lo entendemos propiamente, el gran motivo de la «dispersión judía» por todo el mundo.
Lo que hemos dicho se aplica quizá de una manera especial a la «diáspora» occidental más bien que a la oriental. La conexión de esta última con Palestina era tan estrecha que casi parece una continuidad. En el relato de la gran reunión representativa de Jerusalén, en la Fiesta de las Semanas (Hechos 2:9–11), parece marcada claramente la división de la «dispersión» en dos grandes secciones: la oriental o transeufrática, y la occidental o helenista. (Nota: Grimm cita dos pasajes de Filón, en uno de los cuales distingue entre «nosotros», los judíos «helenistas», de los «hebreos», y habla del griego como «nuestra lengua»). En este arreglo la primera incluiría «los partos, medas, elamitas y habitantes de Mesopotamia», y Judea se hallaría, por así decirlo, en medio, mientras que los «cretenses y árabes» representarían los puntos más extremos de la diáspora occidental y oriental, respectivamente. La primera, como sabemos por el Nuevo Testamento, en Palestina recibía comúnmente el nombre de la «dispersión de los griegos o de los helenistas» (Juan 7:35; Hechos 6:1; 9:29; 11:20). Por otra parte, los judíos transeufráticos, los que «habitaban en Babilonia y muchas de las otras satrapías», quedaban incluidos, con los palestinos y los sirios, bajo el término de «hebreos», debido a la lengua común que hablaban.
Pero la diferencia entre los «griegos» y los «hebreos» era mucho más profunda que el hecho de la mera lengua, y se extendía en todas direcciones en su modo de pensar. Había influencias mentales operantes en el mundo griego de las cuales, dada la naturaleza de las cosas, incluso para los judíos, era imposible sustraerse, y que, en realidad, eran tan necesarias para el cumplimiento de su misión, como su aislamiento del paganismo y su conexión con Jerusalén. Al mismo tiempo, era también natural que los helenistas, colocados como estaban en medio de elementos tan hostiles, intensificaran su deseo de ser judíos, igual que sus hermanos orientales. Por otra parte, el fariseísmo, en su orgullo por la pureza legal y la posesión de la tradición nacional, con todo lo que implicaba, no hacía ningún esfuerzo para disimular su desprecio hacia los helenistas, y declaraba la dispersión griega muy inferior a la babilónica. (Nota: De modo similar tenemos esta curiosa explicación de Isaías 43:6, en que se dice: «trae de lejos mis hijos» –éstos son los exiliados en Babilonia, cuya mente estaba firme y establecida, como la de los hombres–, «y mis hijas desde los confines de la tierra» –éstos son los exiliados en otros países, cuya mente no estaba establecida, como la de las mujeres). El que estos sentimientos, y las sospechas que engendraban, habían profundizado en la mente popular se ve por el hecho de que incluso en la Iglesia apostólica, y en aquellos primeros días, podían aparecer disputas entre los helenistas y los hebreos, causadas por la sospecha de tratos injustos, basados en estos prejuicios partidistas (Hechos 6:1).
Muy distinta era la estimación en que los líderes de Jerusalén tenían a los babilonios. En realidad, según una opinión (Bereshit Rabba 17), Babilonia, así como «Siria», hasta Antioquía en dirección norte, se consideraba que formaba parte de la tierra de Israel. Todos los países eran considerados como fuera de «la tierra», como se llamaba a Palestina, con la excepción de Babilonia, que era considerada parte de ella (Erubhin 21; Gittin 6). Porque Siria y Mesopotamia, hacia el este hasta las orillas del Tigris, se consideraba que habían sido parte del territorio que había conquistado el rey David, y esto las hacía, de modo ideal y para siempre, la tierra de Israel. Pero era precisamente entre el Éufrates y el Tigris que había las colonias judías mayores y más ricas de todas, hasta el punto que un escritor ulterior las designó en realidad como «la tierra de Israel». Aquí se hallaba Nehardaa, junto al canal real, o sea, Nahar Malka, que unía el Éufrates con el Tigris, y que era la colonia judía más antigua. Podía enorgullecerse de una sinagoga, que se decía había sido construida por el rey Jeconías con piedras que habían sido traídas del Templo. En esta ciudad fortificada eran depositadas las ofrendas cuantiosas que dedicaban al Templo los judíos orientales, y desde allí eran transportadas a su destino, escoltadas por mil hombres armados. Otra de estas ciudades-tesoro judías era Nisibis, en el norte de Mesopotamia. Incluso el hecho de que esta riqueza, que debía tentar la codicia de los paganos inevitablemente, pudiera ser atesorada de modo seguro en estas ciudades y transportada a Palestina demuestra lo numerosa que debía ser la población judía y su influencia y riqueza.
Es también de máxima importancia recordar, en general, con respecto a la dispersión oriental, que sólo regresaron de Babilonia una minoría de los judíos que había allí, unos 50.000, primero en tiempos de Zorobabel, y después bajo Esdras (537 a.C. y 459–8 a.C.). Y lo pequeño en ellos no sólo era el número, puesto que los judíos más ricos e influyentes se quedaron allí. Según Josefo, con quien concuerda Filón en lo esencial, había un número inmenso de judíos que habitaban las provincias transeufráticas, que se contaba por millones. Si se considera el número de judíos muertos en motines populares (50.000 sólo en Seleucia; estas cifras no parecen muy exageradas. Según una tradición posterior, había una población judía tan densa en el Imperio Persa, que Ciro prohibió que los exiliados regresaran a su tierra, para que no se despoblara el país. Un cuerpo de población tan grande y compacto llegó a constituir un poder político. La monarquía persa los trató muy bien, y después de la caída de este imperio (330 a.C.) fueron favorecidos por los sucesores de Alejandro. Cuando el gobierno macedonio-sirio, a su vez, cedió al Imperio Parto (63 a.C.), los judíos formaban un elemento importante en el Oriente, a causa de su oposición nacional a Roma. Tal era su influencia que, incluso en una fecha tan tardía como el año 40 d.C., el legado romano se abstuvo de provocar su hostilidad (Filón, Ad Cajum). Al mismo tiempo, no hay que pensar que se vieran exentos totalmente de persecuciones, incluso en estas regiones que los favorecían. Aquí también la historia registra más de un relato de derramamientos de sangre causados por aquellos entre quienes residían.
Para los palestinos, sus hermanos en el Oriente y en Siria –adonde habían ido bajo el régimen de los monarcas macedonio-sirios (los seleúcidas), que los habían favorecido– eran de modo preeminente la Golad, o dispersión. Para ellos el Sanedrín de Jerusalén anunciaba por medio de hogueras encendidas, en las cumbres de montañas sucesivas – dentro del campo visual–, el comienzo de cada mes, para la regulación del calendario de fiestas; (Nota: Rosh haShanah 2 4; compare con la Gemara sobre ello, y en el Talmud Babilonico 33.) pese a que después despacharan mensajeros a Siria con el mismo propósito (Rosh haShanah 1 4). En algunos aspectos la dispersión oriental era colocada en el mismo nivel que la madre patria, y en otros, incluso en un nivel más elevado. Se recibían de ellos diezmos y Terumoth o primicias, en una condición preparada (Sehv. vi. y otros; Gitt. 8 a), mientras que los Bikkurim, o primicias en estado fresco, eran llevados desde Siria a Jerusalén. A diferencia de los países paganos, cuyo mismo polvo contaminaba, el suelo de Siria era considerado limpio, como el de la misma Palestina (Oholoth 18 7). En cuanto a la pureza de linaje, los babilonios en realidad se consideraban superiores a sus hermanos de Palestina. Decían que, cuando Esdras se llevó consigo a un buen número para ir a Palestina, había dejado el país, tras él, puro como harina fina (Quiddushin 69). Para decirlo con sus propias palabras: en lo que se refería a la pureza genealógica de sus habitantes judíos, todos los demás países, comparados con Palestina, eran como una masa de harina mezclada con levadura; pero que Palestina, a su vez, era ni más ni menos que esto cuando se la comparaba con Babilonia. Se sostenía incluso que se podían trazar los límites exactos de un distrito en que la población judía se había preservado sin mezcla alguna. A Esdras se le concedía gran mérito también a este respecto. En el estilo exagerado corriente, se afirmaba que, si se pusieran juntos todos los estudios e investigaciones genealógicas realizados, (Nota: Para ver comentarios sobre las genealogías léase desde «Azel», en 1 Crónicas 8:37, a «Azel» en 9:44. Pesashim 62) habrían sido equivalentes a muchos centenares de cargas de camello. Había por lo menos este fundamento verídico: el gran cuidado y labor dedicados a preservar completos y exactos los registros, a fin de establecer la pureza del linaje. Nos damos cuenta de la importancia que se daba a ello en la acción de Esdras, y en el énfasis que pone Josefo sobre este punto. Los datos oficiales del linaje por lo que se refería al sacerdocio se conservaban en el Templo. Además, las autoridades judías parece que poseían un registro oficial general, que Herodes ordenó quemar por razones que no son difíciles de inferir. Pero ¡desde aquel día –se lamenta un rabino– la gloria de los judíos disminuyó!.
Y no sólo era de la pureza de su linaje que se jactaban los judíos de la dispersión oriental. En realidad, Palestina se lo debía todo a Esdras, el babilonio, (Nota: Según la tradición regresó a Babilonia y murió allí. Josefo dice que murió en Jerusalén (Antiguedades 11 5.5) un hombre tan extraordinario al que, según la tradición, se le habría entregado la Ley de no haber recibido Moisés este honor con anterioridad. Dejando a un lado las ordenanzas diversas tradicionales que el Talmud le adscribe, (Nota: Herzfeld nos da una relación histórica muy clara del orden en que se habían dado las diferentes disposiciones legales, así como de las personas que las habían dado. Sabemos por las Escrituras cuáles fueron sus actividades con miras al bien de Israel. Las circunstancias habían variado y habían traído muchos cambios al nuevo Estado judío. Incluso el lenguaje, hablado y escrito, era distinto del anterior. En vez de los caracteres empleados antes, los exiliados habían traído consigo, a su regreso, las letras que ahora nos son comunes, llamadas hebreas cuadradas, que gradualmente llegaron a ser de uso general (Sanh. 21 b). (Nota: Aunque esto fue introducido bajo Esdras, los antiguos caracteres hebreos, que eran semejantes a los samaritanos, sólo fueron desapareciendo gradualmente. Se hallan en monumentos y en monedas). El lenguaje hablado por los judíos ya no era hebreo, sino arameo, tanto en Palestina como en Babilonia; designa al palestino como el hebreo-aramaico, por su rasgo hebraístico. El hebreo, así como el arameo, pertenecen al grupo de lenguas semíticas, el cual ha sido ordenado del siguiente modo: (1) Semítico del norte: púnico-fenicio; hebreo y arameo (dialectos oriental y occidental). (2) Semítico del sur: árabe, himyarítico y etíope. (3) Semítico del este: el asirio-babilónico cuneiforme. Al hablar del dialecto usado en Palestina, no podemos olvidar, naturalmente, la gran influencia de Siria, ejercida desde mucho antes del exilio. De las tres ramas, el arameo es el que más se parece al hebreo. El hebreo ocupa una posición intermedia entre el arameo y el árabe, y se puede decir que es el más antiguo; desde luego, lo es desde el punto de vista literario. Junto con la introducción del nuevo dialecto en Palestina, hacemos notar la del uso de los nuevos caracteres de escritura, o sea, los cuadrados. La Mishnah y toda la literatura afín hasta el siglo IV están en hebreo, o más bien en un desarrollo y adaptación moderna de este lenguaje; el Talmud está en arameo.
El dialecto occidental en Palestina y el oriental en Babilonia. De hecho, la gente desconocía el hebreo puro, por lo que a partir de entonces pasó a ser el lenguaje de los eruditos y de la Sinagoga. Incluso en ella tenía que ser empleado un methurgeman, un intérprete, para traducir al vernáculo las porciones de las Escrituras que se leían en los servicios públicos, (Nota: Es posible que Pablo pensara en esto cuando, al referirse al don milagroso de hablar en otras lenguas, indica que es necesario un intérprete (1 Corintios 14:27). En todo caso, la palabra «targum» en Esdras 4:7 (en el original) es traducida en la Septuaginta. El párrafo siguiente (del Talmud. Berakhoth 8 a y b) proporciona una ilustración curiosa de 1 Corintios 14:27: «Que el que habla termine siempre su Parashah (la lección diaria de la Ley) con la congregación (al mismo tiempo): dos veces el texto, y una vez el targum».) y los discursos o sermones pronunciados por los rabinos. Éste es el origen de los llamados targumim o paráfrasis de las Escrituras. En los tiempos primitivos estaba prohibido que el methurgeman leyera su traducción o que escribiera el targum que presentaba, para evitar que llegara a concederse a la paráfrasis la misma autoridad que al original. Se dice que, cuando Jonatán presentó su targum sobre los libros de los profetas, se oyó una voz del cielo que dijo: «¿Quién es éste que ha revelado mis secretos a los hombres?» (Megillah 3). Sin embargo, estos targumim parece que existieron desde un período muy primitivo y, debido a las versiones distintas y con frecuencia incorrectas, ha de haberse sentido su necesidad de modo cada vez más creciente. En consecuencia, su uso fue sancionado y autorizado antes del final del siglo II después de Cristo. Éste es el origen de los dos targumim más antiguos: el de Onkelos (según se le llama) sobre el Pentateuco; y el de los Profetas, atribuido a Jonatán, hijo de Uziel. Estos hombres, en realidad, no representan de modo preciso la paternidad de los targumim más antiguos, que deben ser considerados más correctamente como recensiones ulteriores, con autoridad, de algo que ya había existido antes en alguna forma. Pero, aunque estas obras tuvieron su origen en Palestina, es digno de notar que, en la forma en que las poseemos actualmente, proceden de las escuelas de Babilonia.
Pero Palestina estaba en deuda con Babilonia en una manera más importante, si es posible. Las nuevas circunstancias en que se hallaban los judíos a su regreso parecían hacer necesaria una adaptación de la Ley mosaica, si no una nueva legislación. Además, la piedad y el celo ahora se centraban en la observancia externa y el estudio de la letra de la Ley. Éste fue el origen de la Mishnah, o Segunda Ley, cuya intención era explicar y suplementar la primera. Ésta constituía la única dogmática judaica, en el sentido real, en el estudio de la cual se ocupaban los rabinos, eruditos, escribas y «darshanes». (Nota: De darash, buscar, investigar, literalmente sortear. El predicador llegó a ser llamado Darshan más tarde).
El resultado de este estudio fue la Midrash, o investigación, un término que después se aplicó popularmente a los comentarios sobre las Escrituras y la predicación. Desde el principio, la teología judaica se dividió en dos ramas: la Halakhah y la Haggadah. La primera (de halakh, ir) era, por así decirlo, la Regla de la Vía Espiritual, y cuando quedó establecida tuvo una autoridad aún mayor que las Escrituras del A.T., puesto que las explicaba y las aplicaba. Por otra parte, la Haggadah (Nota: La Halakhah puede describirse como el Pentateuco apócrifo; la Haggadah como los profetas apócrifos)(de nagad, decir) era sólo la enseñanza personal del maestro, de mayor o menor valor según su erudición y popularidad, o las autoridades que podía citar en apoyo de sus enseñanzas. Al revés de la Halakhah, la Haggadah no tenía autoridad absoluta, fuera como doctrina, práctica o exégesis. En cambio, su influencia popular (Nota: Recordemos aquí 1 Timoteo 5:17. Pablo, por costumbre, escribe con las frases familiares judías, que siempre vuelven a su mente. La expresión διδασκαλία parece ser equivalente a la enseñanza de la Halakhah.
Era mucho mayor y la libertad doctrinal que permitía era muy peligrosa. De hecho, aunque pueda parecer extraño, casi toda la enseñanza doctrinal de la Sinagoga se derivaba de la Haggadah –y esto es también característico del tradicionalismo judío. Pero, tanto en la Halakhah como en la Haggadah, Palestina estaba en profunda deuda con Babilonia, porque el padre de los estudios de la Halakhah era Hillel el babilonio, y entre los haggadistas no hay un nombre mejor conocido que el de Eleazar el meda, que floreció en el siglo I de nuestra era. Después de esto, parece casi innecesario inquirir si durante el primer período después del retorno de los exiliados de Babilonia había academias teológicas regulares en Babilonia. Aunque es imposible, naturalmente, ofrecer prueba histórica, podemos prácticamente estar seguros de que una comunidad tan grande y tan intensamente hebrea no podía ser indiferente a este estudio, que constituía el pensamiento y ocupación principal de sus hermanos en Palestina. Podemos asumir, pues, que como el gran Sanedrín de Palestina ejercía una autoridad espiritual suprema, y como tal decidía de modo definitivo todas las cuestiones religiosas –al menos durante un tiempo–, el estudio y la discusión de estos temas debían también ser realizados de modo principal en las escuelas de Palestina; y que incluso el mismo gran Hillel, cuando era todavía un estudiante pobre y desconocido, se hubiera dirigido allí para adquirir los conocimientos y autoridad que, en aquel período, no podía haber hallado en su propio país. Pero incluso esta circunstancia implica que estos estudios eran al menos llevados a cabo y estimulados en Babilonia. Es conocido el hecho de que las escuelas de Babilonia aumentaron en su autoridad rápidamente después, hasta el punto que no sólo hicieron sombra a las de Palestina, sino que finalmente heredaron sus prerrogativas. Por tanto, aunque los de Palestina, en su orgullo y celos, podían burlarse (Nota: En Moed Cuatan 25 a dice que su permanencia en Babilonia durante un período es la razón por la que la Shekhinak no podía resplandecer sobre un rabino determinado.) de los babilonios y decir que eran estúpidos, orgullosos y pobres («comen pan sobre pan»), (Nota: Pesachim 34b; Menach 52a; Sanhedrin 24a; Betsah 16a; en Neubauer, Geog. du Talmud, pagina 323. En Kethubhoth 75a son llamados «necios babilonios». Ver también Pesachin 32 a.) debían reconocer que, «cuando la Ley había caído en olvido, Hillel el babilonio vino y la recuperó; y cuando esto sucedió por tercera vez, el rabino Chija vino de Babilonia y la devolvió otra vez». (Nota: Sukkah 20a. Rabino Chija, uno de los maestros del siglo II, es considerado una de las autoridades rabínicas más famosas, alrededor de cuya memoria se ha desarrollado un halo especial). Ésta era, pues, la dispersión hebrea, que desde el comienzo constituyó realmente la parte y la fuerza principal de la nación judía, y con la cual había de ir unido su futuro religioso. Porque es uno de los hechos de la historia extrañamente significativos, casi simbólicos, el que después de la destrucción de Jerusalén la supremacía espiritual de Palestina pasó a Babilonia, y el judaísmo rabínico, bajo la presión de la adversidad política, se transfirió de modo voluntario a las sedes de la antigua dispersión de Israel, como para ratificar de propio acuerdo lo que el juicio de Dios ya había ejecutado anteriormente. Pero mucho antes de esto ya la diáspora babilónica había extendido sus manos en todas direcciones. Hacia el norte, a través de Armenia, al Cáucaso y a las orillas del mar Negro, y a través de Media hacia las del Caspio. Hacia el sur, se había extendido al golfo Pérsico y por la vasta extensión de Arabia, aunque la Arabia Félix y la tierra de los «homeritas» pueden haber recibido sus primeras colonias judías procedentes de las orillas opuestas de Etiopía. Hacia el este había llegado hasta la India.
Por todas partes tenemos noticias claras de esta dispersión, y por todas partes aparecen en estrecha relación con la jerarquía rabínica de Palestina. Así, la Mishnah, en una sección en extremo curiosa, (Nota: Toda la sección da una visión muy curiosa del vestido y ornamentos que llevaban los judíos en aquel tiempo. El lector interesado en el tema hallará información especial en los tres pequeños volúmenes de Hartmann y especialmente en el pequeño tratado Trachten d. Juden, por el Dr. A. Brüll, del cual solo ha aparecido, por desgracia, una parte) nos dice que los sábados las judías de Arabia llevaban largos velos, y las de la India un pañuelo alrededor de la cabeza, según era costumbre en estos dos países, y sin incurrir en la profanación del día santo al llevar sin necesidad lo que, a los ojos de la ley, sería una carga (Shabbath 6 6); mientras que en la rúbrica para el Día de la Expiación hemos notado que el vestido que llevaba el Sumo Sacerdote «entre los atardeceres» de la gran fiesta –esto es, cuando el atardecer se volvía la noche– era del material «indio» más costoso (Yoma 3 7). No tenemos dificultad en creer, sin embargo, que entre una comunidad tan vasta hubiera también pobreza, y que hubo algún período en que, según comentaban los de Palestina con ironía, la erudición había cedido su lugar a lamentos por la necesidad. Porque, como uno de los rabinos había dicho en una explicación de Deuteronomio 30:13: «La sabiduría no se halla “más allá del mar”, esto es, no se encuentra entre los mercaderes y los negociantes» (Erubhin 55 a), cuya mente está embotada por la ganancia. Y era el comercio y el intercambio lo que proporcionaba a los babilonios su riqueza y su influencia, aunque la agricultura no era descuidada entre ellos. Sus caravanas –y por cierto no se da un informe muy halagador de estos camellos (Quiddushin 4. 14)-llevaban las ricas alfombras y telas orientales, así como sus preciosas especias, al Oeste: generalmente a través de los puertos de Palestina y de Fenicia, donde una flota de barcos mercantes pertenecientes a banqueros y armadores judíos estaba dispuesta para llevarlos a todos los rincones del mundo. Estos príncipes mercantiles estaban siempre al corriente de lo que pasaba, no sólo en el mundo de las finanzas sino en el de la política. Sabemos que se hallaban en posesión de secretos de Estado y estaban al corriente de los intríngulis de la diplomacia. No obstante, fuera cual fuera su condición, la comunidad judía oriental era intensamente hebrea. Sólo había ocho días de viaje desde Palestina a Babilonia, aunque, según las ideas occidentales de Filón, la carretera era muy difícil y el pulso de Palestina se dejaba sentir en Babilonia. Fue en la parte más distante de esta colonia, en las anchas llanuras de Arabia, que Saulo de Tarso pasó los tres años de silencio, meditación y trabajos desconocidos que precedieron su regreso a Jerusalén, cuando por su anhelo ardiente de trabajar entre sus hermanos, encandilado por la larga residencia entre aquellos hebreos de los hebreos, fue dirigido a la extraña tarea que había de ser la misión de su vida (Gálatas 1:17). Y fue en esta misma comunidad que Pedro escribió y trabajó (1 Pedro 5:13) entre un ambiente en extremo desanimador, del cual podemos formarnos una idea por la jactancia de Nehardaa de que hasta fines del siglo 3 no había habido entre sus miembros ningún convertido al Cristianismo (Pesashin 56a, en Neubauer, pagina 351). En todo cuanto hemos dicho no hemos hecho referencia a los miembros de las diez tribus desaparecidos, cuyos pasos no habían dejado huellas y que parecen un misterio, como lo es el de su destino posterior. Los talmudistas nos dan los nombres de cuatro países como su sede de residencia. Pero incluso si estamos dispuestos a dar crédito histórico a sus vagas afirmaciones, por lo menos dos de sus localizaciones no pueden ser identificadas con certeza.
Sólo hay acuerdo en que se dirigieron al Norte, a través de la India, Armenia y las montañas del Kurdistán y el Cáucaso. Y con esto concuerda una referencia curiosa en el libro conocido como 4 Esdras, que los localiza en una tierra llamada Arzareth, término que, con bastante probabilidad, ha sido identificado con la tierra de Ararat. (Nota: Por las razones presentadas aquí, prefiero esta explicación a la ingeniosa interpretación propuesta por el doctor Schiller-Szinessy, que considera la palabra como una contracción de Erez achereth, «otro país», a que se refiere Deuteronomio 29:27–28). Josefo (Antiguedades 11, 5, 2) los describe como una multitud innumerable, y los localiza de modo vago más allá del Éufrates. La Mishnah no dice nada de su localización, pero discute su restauración futura; el rabino Akiba lo niega y el rabino Eliezer lo da por hecho (Sanhedrin 10 3). (Nota: Rabino Eliezer parece relacionar su retorno con la aurora del nuevo día mesiánico).
Otra tradición judía (Bereshith Rabba 73) los localiza en el río fabuloso Sabbatyon, que se suponía dejaba de fluir los sábados. Esto, naturalmente, es una admisión implícita de ignorancia respecto a su localización. De modo similar, el Talmud (Sanhedrin 29c) habla de tres localizaciones a las cuales habían sido expulsados: el distrito alrededor del río Sabbatyon; Dafne, cerca de Antioquía; mientras que la tercera estaba velada y cubierta por una nube. Las noticias más tardías judías relacionan el descubrimiento final y el retorno de las «tribus perdidas» con su conversión bajo el segundo Mesías, que, en oposición al «hijo de David», es llamado «el hijo de José», al cual la tradición judaica adscribe aquello que no se puede reconciliar con la dignidad real del «hijo de David», y que, si se aplicara al Mesías, de modo casi inevitable llevaría a más amplias concesiones a los argumentos cristianos. (Nota: No es éste el lugar de discutir la invención o ficción tardía judaica de un segundo Mesías «sufriente», «el hijo de José», cuya misión especial sería el hacer regresar las diez tribus y someterlas al Mesías, «el hijo de David», pero que perecería en la guerra contra Gog y Magog).
Por lo que se refiere a las diez tribus, hay esta verdad subyacente en la extraña hipótesis de que, como por su persistente apostasía del Dios de Israel y su culto, Él los había cortado de su pueblo, el cumplimiento de las promesas divinas a ellos en los últimos días implicaría, por así decido, un segundo nacimiento para hacerlos de nuevo parte de Israel. Más allá de esto nos hallamos en la región de las conjeturas. Las investigaciones modernas han indicado a los nestorianos, (Nota: Compárese la obra del doctor Asahel Grant sobre los nestorianos. Sus argumentos han sido resumidos y expandidos en una interesante nota en la obra de Mr. Nutt: Sketch of Samaritan History, paginas 2–4) y últimamente a los afganos, como descendientes de las tribus perdidas. (Nota: Quisiera llamar la atención hacia un artículo muy interesante sobre el tema («A New Afghan Question») por Mr. H. W. Bellew, en el Journal of the United Service Institution of India, de 1881, paginas 49–97). Una mezcla así –y su desaparición ulterior– en las naciones gentiles parece que ya había sido la idea considerada por los rabinos, que ordenaron que si (en aquel tiempo) un no judío se casaba con una judía, esta unión había de ser respetada, puesto que el extraño podía ser un descendiente de las diez tribus (Yebam 16 b). Además, hay razones para creer que parte de ellos, por lo menos, se habían unido a sus hermanos de exilio posterior (Quiddushin 69b); en tanto que sabemos que algunos de sus individuos que se habían establecido en Palestina, y es de suponer en otros puntos también, podían seguir su ascendencia hasta llegar a ellos. (Nota: Así, Ana, de la tribu de Aser (Lucas 2:36). Lutterbeck dice que las diez tribus se volvieron totalmente indistinguibles de las otras dos. Pero sus argumentos no son convincentes, y esta opinión no era, ciertamente, la de los que vivían en tiempos de Cristo o la de los que reflejaban las ideas de ellos). Con todo, la gran masa de las diez tribus debe considerarse como perdida para la nación hebrea, tanto en los días de Cristo como en nuestros días.
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